Comisiones » Permanentes » Comisión Permanente de Educación »

EDUCACION

Comisión Permanente

Of. Administrativa: Piso P04 Oficina 406

Secretario Administrativo DRA. PANTANO VALERIA LUCILA

Jefe SR. PARRA MARCELO

Martes 15.00 hs

Of. Administrativa: (054-11) 6075-2426 Internos 2406/05/26

ceducacion@hcdn.gob.ar

PROYECTO DE LEY

Expediente: 5970-D-2018

Sumario: INCORPORAR LOS CONTENIDOS CURRICULARES DEL "PASADO RECIENTE DE LA REPUBLICA ARGENTINA " EN TODOS LOS NIVELES DEL SISTEMA EDUCATIVO NACIONAL.

Fecha: 26/09/2018

Publicado en: Trámite Parlamentario N° 129

Proyecto
INCORPORAR A LA CURRICULA ESCOLAR LA ENSEÑANZA DE LA HISTORIA RECIENTE
ARTICULO 1º.- El Poder Ejecutivo Nacional a través del Ministerio de Educación incorporara los contenidos curriculares del “Pasado Reciente de la Republica Argentina” en todos los niveles del sistema educativo nacional en el diseño curricular de historia.
ARTICULO 2º.- El Ministerio de Educación de la Nación en acuerdo con el Consejo de Actualización Curricular y el Consejo Federal de Educación arbitrara los medios para que la presente ley sea implementada en el ciclo lectivo siguiente a su respectiva promulgación.
ARTICULO 3º.- De forma.

FUNDAMENTOS

Proyecto
Señor presidente:


El presente proyecto de Ley tiene como objetivo fundamental incorporar dentro de las estructuras curriculares de todo el sistema argentino el pasado reciente de nuestro País.
Es primordial que nuestros niños y jóvenes puedan hoy conocer los hechos sucedidos en los últimos, sus autoridades con el fin de fortalecer su espíritu crítico.
A continuación, transcribimos un trabajo realizado con respecto a la historia:
“San José Beltrán, Laia. Qué es la historia y qué estudian los historiadores (16 de enero de 2015) Historia 2.0 [Blog] Recuperado de: http://historiadospuntocero.com/que-es-la-historia-y-que-estudian-los-historiadores/
QUÉ ES LA HISTORIA Y QUÉ ESTUDIAN LOS HISTORIADORES
HISTORIOGRAFÍA 16 ENERO 2015 POR LAIA SAN JOSÉ
Si va a ser éste un lugar donde hacer historia, donde compartirla y donde debatirla, lo justo y necesario sería que, para empezar, nos lanzásemos una pregunta que, aunque a primera vista parece simple, a la postre no lo es tanto. ¿Qué es la historia? ¿Qué estudian (o estudiamos) los historiadores? Seguro que todos hemos abierto la boca rápidamente para contestar y, tras un par de segundos, la hemos vuelto a cerrar y nos hemos parado a pensar. Una ciencia, dirán unos, una disciplina dirán otros. Lo mejor, veamos la definición en la siguiente imagen que os muestro:
Lo que vamos a ver en este artículo es esta definición, sólo que un poco más amplia, más desarrollada y más comentada, utilizando como base el libro (recomendadísimo) de Enrique Moradiellos, “El oficio del historiador” (en el apartado bibliografía tenéis todas las señas del mismo).
Empecemos.
La Historia, desde principios del siglo XIX, y gracias a la gran labor realizada por la escuela histórica alemana, quedó constituida como una de las ciencias humanas por excelencia. Previamente, no obstante, hubo una actividad llamada “historia” con unos personajes llamados “historiadores” que la mantuvieron viva, pero es incuestionable la enorme diferencia habida entre el género literario y narrativo cultivado desde Heródoto de Halicarnaso (historiador y geógrafo griego que vivió entre el 484 y el 425 a. C) y la práctica de gremio profesional que surgió y se consolidó durante el siglo XIX en el mundo occidental.
Etimológicamente, la palabra Historia deriva en todas las lenguas romances – así como en inglés – del término griego antiguo ἱστορία, esto es, “historia” en dialecto jónico. Esta forma deriva, a su vez, de la raíz indoeuropea wid-, weid-, “ver”, de donde surgió el griego “testigo” en el sentido de “el que ve”, “el testigo ocular y presencial”. A partir de este momento se fue forjando el significado de “testimonio directo probatorio” como labor de aquél “que examina a los testigos y obtiene la verdad a través de averiguaciones e indagaciones” sobre acontecimientos humanos pretéritos.
Pese a lo dicho, y en su calidad de ciencias humanas, las disciplinas históricas tienen un campo de trabajo peculiar que no es, ni puede ser, el “pasado”. Porque el pasado no existe en la actualidad, porque el pasado, por definición, es un tiempo finito, perfecto, acabado y, como tal, incognoscible científicamente puesto que no tiene presencia física y corpórea actual y material. El pasado no tiene cabida en la actualidad (en la dimensión presente de un observador, se entinde) porque es un “fantasma”, una “imaginación” y no puede haber conocimiento científico de algo que no tiene presencia ni existencia hic et nunc (aquí y ahora) porque dicho conocimiento requiere una base material y tangible para poder construirse y conformarse. De ahí deriva la imposibilidad radical de conocer el pasado “tal y como realmente fue” – parafraseando a Leopold Von Ranke (historiador alemán, uno de los más importantes del siglo XIX, considerado comúnmente como el padre de la historia científica) – y la consecuente incapacidad para alcanzar una verdad absoluta, completa y totalizadora sobre cualquier suceso pretérito porque éste es inabordable físicamente desde el presente.
Busquemos, pues, cual es el verdadero campo de trabajo de la Historia.
Y éste no es otro que aquél que está constituido por aquellos vestigios del pasado que perviven en nuestro presente en la forma de residuos materiales, huellas corpóreas y ceremonias visibles: reliquias del pasado: relinquere, lo que permanece, lo que resta tras el paso del tiempo. Éstos son los materiales sobre los que trabaja el historiador y con los que construye su relato histórico: una momia egipcia, una moneda romana, el castillo de los Templarios o un periódico parisino de 1848. Estas reliquias son la presencia viva del pasado que hace posible el conocimiento histórico puesto que pueden considerarse los significantes (presentes) de unos significados (pretéritos). Es decir, lo que los historiadores llamamos fuentes primarias.
Por consiguiente, sólo podrá hacerse Historia y lograrse conocimiento histórico de aquellos sucesos, personas, acciones, etcétera, de los que se conserven señales, trazas y vestigios en nuestra propia dimensión temporal. En palabras de la tradición historiográfica: quod non est in actis, non est in mundo. De lo que no quedan pruebas no cabe hablar con rigor o propiedad.
La primera tarea del oficio del historiador, por ende, es descubrir, identificar y discriminar dichas reliquias dispersas, que pasarán a llamarse pruebas, evidencias y “fuentes informativas primarias” sobre las que éste levantará su relato o construcción narrativa del pasado histórico. Proceso al que se llamó Heurística. Precisamente, la realidad actual de las reliquias convertidas en pruebas es lo que permite concebir con sentido un pasado que existió una vez, que tuvo su lugar y su fecha; la diferencia entre el pasado histórico – lo que fue aunque ya no es – y la mera ficción o el mito imaginario. Y el Historiador puede realizar esta tarea puesto que las reliquias son restos de acciones realizadas por individuos como él: un Historiador no podrá investigar, analizar y explicar un suceso, un proceso o una estructura si desconoce conceptos que deberá extraer de la conciencia operatoria de su propio presente. El Historiador debe conocer, debe saber y comprender lo que está estudiando, es decir, la conocida tesis de que “toda historia es, en realidad, historia contemporánea”. Esta personal labor de interpretación, por inferencia lógica y exégesis razonada a partir de las pruebas disponibles, es lo que designa otro concepto clave para los historiadores, la Hermenéutica.
En definitiva, y al contrario de lo que postulaba el empirismo positivista del siglo XIX, la labor del Historiador no es simplemente una descripción de los hechos pasados, sino que su labor abarca un propósito mucho más amplio y atrevido, su tarea consiste en la reconstrucción – porque el pasado ya fue construido – del pasado histórico en forma de relato narrativo y a partir de las fuentes, vestigios y reliquias, todo ello mediante un método inferencial e interpretativo en el cual es imposible eliminar el propio sujeto gnoseológico, lo que quiere decir que es imposible apartar al investigador de su propio sistema de valores filosóficos, ideológicos o de su experiencia social o política o de su grado de formación cultural, sin que ello tenga que condicionar su construcción del pasado, sino que es gracias a ello que puede comprenderlo. Por mucho que el Historiador goce de experiencias personales, su relato histórico no puede ser arbitrario, ni caprichoso o ficticio, sino que debe estar justificado, apoyado y contrastado por las pruebas y evidencias que el propio pasado le ha legado. Por ende, la verdadera Historia no hace referencia al pasado en sí, que como hemos dicho es incognoscible, sino a las reliquias que del mismo se preservan en el presente. Un relato será más verdadero cuanto mayor número de pruebas verificables haya disponibles y cuantos más historiadores tengan acceso a ellas para estudiarlas e interpretarlas…”
Y más allá del artículo anterior, hoy ya está en agenda de muchos profesionales de la educación, historiadores respecto a la historia reciente.
Es menester resaltar un trabajo realizado por la Historia Florencia Levin: http://argentinainvestiga.edu.ar/noticia.php?titulo=la_historia_reciente_una_disciplina_para_entender_el_pasado_presente&id=2390
“La historia reciente surgió entre mediados y fines de los años noventa para estudiar la historia argentina de las últimas décadas. En esta entrevista con Argentina Investiga, la historiadora Florencia Levín cuenta cuáles son los desafíos de este nuevo campo de estudio que redefinió la relación de la historia con la sociedad y al que la especialista caracteriza como “una disciplina que tiene la particularidad de ser parte del mismo fenómeno que estudia”.
En general, el término ‘historia’ nos remite a un pasado lejano e inmóvil en el tiempo que no se modifica, a los sucesos que ocurrieron con el nacimiento de la humanidad, en la época de la conquista o la creación del Estado argentino, por poner sólo algunos ejemplos. Pero lo que pasó hace un segundo -cuando el lector comenzaba a leer esta nota- también forma parte de la historia. Es una historia que está entre nosotros, que se escribe minuto a minuto y que, de alguna manera, también forma parte de nuestro presente. Este pasado cercano, esta historia reciente, surgió como campo de estudio entre mediados y fines de los años noventa y se dedica a estudiar la historia argentina de las últimas décadas.
“En términos conceptuales, es un poco más difícil decir qué es la historia reciente, puesto que hasta el momento es un tema de debate académico”, explica la historiadora Florencia Levín, investigadora docente del Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS), coordinadora del profesorado universitario de Educación Superior en Historia y codirectora de la Maestría en Historia Contemporánea.
Según cuenta Levín existen, a grandes rasgos, dos maneras distintas de concebir lo reciente. En primer lugar, la historia reciente está definida por una temporalidad que se delimita por su relación de cercanía con el presente y su objeto de estudio se encuentra en permanente reconstitución por esa relación de coetaneidad entre el sujeto que estudia, el historiador, y su objeto de conocimiento, el tiempo reciente. Sin embargo, en su mayoría, la historiografía concuerda en que la especificidad de la historia reciente deviene de algo excesivo, excepcional y novedoso en la historia argentina, difícil de conceptualizar pero aludido siempre a partir de algunos términos clave como ‘violencia’, ‘represión clandestina’, ‘terrorismo de Estado’, ‘desaparecidos’.
“Para algunos, incluso, eso específico se define, además, a propósito de las marcas que ese fenómeno ha dejado en sus contemporáneos y en las generaciones venideras y que suele asociarse con la polémica noción de ‘trauma’, tan resistida y tan resistente en la historiografía”, enfatiza Levín y agrega: “En lo particular, considero que lo que el término reciente define, y que tal vez sería más apropiado llamarlo ‘pasado presente’, deviene de la forma en que esa relación entre objeto y sujeto de conocimiento se ve atravesada por un suceso límite, el ciclo de violencias y terrorismo de Estado, que condiciona tanto a la experiencia social de la historia como a su escritura misma. De modo que, diría que es una disciplina que tiene la particularidad de ser parte del mismo fenómeno que estudia en tanto es, ella misma, una manifestación más, entre otras, de los trabajos de elaboración de ese pasado”.
En la actualidad, en la UNGS hay varias investigaciones en marcha que abordan distintos temas, la historia de la ex localidad de General Sarmiento, la producción de sentidos sociales a través de la prensa y los problemas de la enseñanza y la transmisión del pasado cercano, entre otros.
-¿Cuáles son los desafíos de estudiar ese pasado cercano?
-La constitución de la historia reciente como disciplina académica supuso la ruptura con algunos postulados que tradicionalmente rigen el trabajo de los historiadores, en particular, la supuesta separación entre el sujeto y el objeto de investigación, que legitima la pretensión científica de la historiografía. Esto es irrealizable para la historia reciente en tanto sus procesos de construcción de conocimiento se encuentran mediados por el complejo fenómeno de la memoria que interviene tanto en los relatos de quienes pueden contarnos hoy acerca de su experiencia en esos sucesos pasados como también en el proceso de trabajo del propio historiador, portador él mismo de recuerdos, opiniones y puntos de vista que se ponen en juego cuando lo aborda.
-¿Cuál es la relación entre la historia reciente y la sociedad?
-La emergencia de la historia reciente supuso una redefinición de las relaciones de la historia con la sociedad. En primer lugar, porque las interpretaciones de los historiadores difícilmente pueden adquirir el estatuto de “verdad” que suelen revestir, al estar complejamente entramadas en las disputas políticas por los sentidos de ese pasado que se juegan por fuera del espacio académico, en el ámbito judicial y en el espacio público en general. Pero además, porque la historia reciente asume, o pretende, que su contribución a la sociedad no se limita a la construcción de conocimiento erudito sobre el pasado cercano sino que ha de tener incidencia, además, en los procesos de su elaboración colectiva.
-¿Por qué es necesario estudiar la historia reciente?
-La historia reciente se dedica a eso sobre lo que todos opinan pero pocos están dispuestos a revisar en forma crítica. De modo que avanza un poco en contra de la corriente, ya que intenta desnaturalizar todo punto de vista y deslindar prejuicios y prácticas arraigadas que impiden el abordaje crítico. De ahí que, según creo, su principal aporte no se reduce a lo que habitualmente se espera de la historia, esto es, que aporte al conocimiento del pasado, sino que en este caso dicho conocimiento debiera permitirnos construir un aprendizaje. Y, creo, ese aprendizaje no tiene que ver sólo con un contenido crítico, sino también con las formas de producirlo y legitimarlo. El desafío es realmente enorme.”
He aquí también un trabajo sobre la historia reciente como disciplina academica, realizado por el Profesor en Historia Luciano Alonso que se desempeña en la Universidad Nacional del Litoral.
“Prohistoria vol.11 Rosario ene./dic. 2007
POLÍTICAS DE LA HISTORIA
Sobre la existencia de la historia reciente como disciplina académica: Reflexiones en torno a Historia reciente. Perspectivas y desafíos de un campo en construcción, compilado por Marina Franco y Florencia Levín
Resumen
El presente ensayo parte de una reseña del texto sobre la historia reciente compilado por Marina Franco y Florencia Levín, para luego tratar algunos problemas relativos a la formación de esa especialidad o disciplina académica. Se centra en la discusión de tres tópicos: la relación entre historia reciente y trauma social, la posible novedad de su enfoque historiográfico y su estatuto como campo, disciplina o especialidad. El ensayo termina afirmando la mayor carga de politicidad de la historia reciente respecto de otros modos de hacer historia y planteando una cuestión abierta sobre su auge.
Palabras clave: Historia reciente; Campo académico; Trauma social; Renovación historiográfica; Politicidad
I. Como lugar de concentración de multitud de inquietudes intelectuales abonadas por un conjunto creciente de trabajos académicos o como punto de partida para una reflexión fundamentada sobre nuevas prácticas historiográficas y sobre sus supuestos teórico-metodológicos, la compilación de Marina Franco y Florencia Levín titulada Historia reciente. Perspectivas y desafíos de un campo en construcción,1 marca una inflexión en el panorama argentino al tratar de abordar de manera integral una serie de cuestiones relacionadas con su objeto. Su publicación no sólo merece una presentación detallada de los aportes que lo integran, sino que también abre a futuro la discusión sobre una serie de cuestiones que hacen a la misma definición de la historia reciente como disciplina académica en Argentina -o precisamente como "campo", en la terminología de las compiladoras. En el presente ensayo reseñaré los desarrollos generales del texto, para luego tratar algunos de los problemas que a mi criterio se plantean respecto de la existencia de ese espacio académico.
Es sabido que abundan los análisis (y las dudas) sobre el estatuto epistemológico de aquello que se da en llamar historia reciente, inmediata, del tiempo presente, actual, fluyente (current) o coetánea -denominaciones de ningún modo equivalentes pero equiparables en su pretensión de definir el conocimiento sobre una temporalidad en la que los investigadores mismos se encuentran inmersos. Y al mismo tiempo se indaga desde muy variados enfoques la relación de ese espacio disciplinar con la(s) memoria(s) y la(s) política(s), en una bibliografía que no sólo ya reconoce sus clásicos sino que además crece exponencialmente y tiende a girar sobre tópicos repetidos. Pero lo que este texto trata de presentar, con éxito, es un conjunto de reflexiones que aborda los problemas nucleares de la historia reciente como campo académico en formación. Para ello las compiladoras convocaron a una decena de historiadores y cientistas sociales y articularon sus aportes en tres bloques: el relativo a las cuestiones conceptuales y a los recorridos historiográficos, el que toca aspectos éticos, políticos y metodológicos de la historia reciente y, por fin, el que bucea en las relaciones entre historia reciente y sociedad.
La primera sección tiene la declarada intención de tratar las especificidades de la historia reciente y su relación general con la sociedad y en particular con la memoria. El artículo "El pasado cercano en clave historiográfica", de las propias Franco y Levín, intenta ofrecer un rápido panorama sobre la formación del nuevo espacio. Como lo anunciaron en su introducción, las compiladoras adoptan la denominación de "historia reciente" por ser el modo de identificación más difundido en el ámbito académico argentino. Descartan un criterio de definición cronológico, al mismo tiempo que advierten sobre los problemas de plantear que la disciplina tenga un régimen de historicidad particular porque, si bien es cierto que suelen confluir diversas formas de coetaneidad entre pasado y presente -sean de los actores y protagonistas, de la propia experiencia del investigador o de la presencia de una memoria social "viva"-, ese criterio se fija sobre parámetros egocéntricos o, cuanto más, metodológicos si hay un recurso a las fuentes orales.
Los acontecimientos traumáticos o de fuerte presencia social en el presente son los objetos privilegiados que para Franco y Levín pueden marcar cesuras temporales a partir de las cuales pensar la historia reciente: "Si bien no existen razones de orden epistemológico o metodológico para que la historia reciente deba quedar circunscripta a acontecimientos de ese tipo -dicen-, lo cierto es que en la práctica profesional que se desarrolla en países como la Argentina y el resto del Cono Sur, que han atravesado regímenes represivos de una violencia inédita, el carácter traumático de ese pasado suele intervenir en la delimitación del campo de estudios" (p. 34) . Es ese "pasado que no pasa" el que impone, entonces, una temporalidad de fuertes connotaciones políticas.
Las compiladoras tratan brevemente algunas cuestiones que atravesarán las intervenciones de los demás autores, alrededor de las relaciones y deslindes de la historia reciente con la memoria, con los testimonios y con las demandas sociales. Los esbozos informados y precisos que se presentan allí van delineando las tensiones de una disciplina que para Franco y Levín ya va mostrando la apariencia de un nuevo "campo de estudios profesionalizado". Por un lado, registran la cada vez más patente irrupción de la memoria en el espacio público y recuerdan la identificación de un espacio social de conflictos en torno a memorias encontradas sobre los pasados traumáticos del Cono Sur latinoamericano. Apropiadamente, reconocen que Historia y memoria constituyen formas de representación del pasado gobernadas por regímenes diferentes, pero que guardan una estrecha relación y se interpelan mutuamente. A su vez, mientras la Historia posee pretensión de veracidad, la memoria la tiene de fidelidad, y eso las coloca en un plano de transacciones ético-políticas. Destacan las características de lo que Annette Wieviorka denominara "la era del testigo" y revisan la relación entre los historiadores y quienes dejan testimonios sobre las experiencias de vida -pero también sobre las representaciones y discursos de su propia sociedad. Advirtiendo respecto de la sobrelegitimación de la posición del testigo y la tensión a la que se ve sometida la práctica académica en el complejo vínculo con "la pasión", encuentran en la distancia con el objeto la condición de una historiografía crítica. Por fin, ponen ejemplos de los modos en los cuales la historia académica es reclamada en el proceso de revisión de los pasados recientes y de las maneras en las cuales los historiadores intervienen en espacios de debate. Es así que culminan con un registro de los cuestionamientos a la historia reciente y una referencia a las demoras de la historiografía argentina en abordar el pasado inmediato luego de la "transición democrática", aportando muy pertinentes respuestas a las objeciones que suelen hacerse respecto de la distancia temporal, la disponibilidad de fuentes o el carácter inacabado del objeto.
Enzo Traverso repasa los debates en torno a la distinción y relación entre Historia y memoria, y en su vínculo con la experiencia, logrando sintetizar en pocas páginas una pluralidad de posiciones y aportando reflexiones por demás pertinentes. Por su parte, Daniel Lvovich revisa los modos en los cuales se abordó -e inicialmente se bloqueó el abordaje- de pasados traumáticos en casos europeos vinculados con los fascismos y colaboracionismos, proponiendo una diferenciación respecto del caso argentino postdictatorial y sugiriendo una profundización de los debates y estudios que recupere las categorías y modos análisis de las historiografías referidas. En el último trabajo de esa sección, Roberto Pittaluga analiza las escrituras sobre la militancia setentista, abarcando un amplio espectro de discursos que no se limita a los textos validados en el ámbito académico sino que incluye a los relatos testimoniales, las investigaciones periodísticas y las novelas históricas. Constatando la relativa escasez de escrituras en la primera década de la "transición democrática" y una creciente dedicación a esos temas a partir de mediados de los años 1990s., advierte sobre la estrategia de la intelectualidad progresista que ocluyó la mirada sobre aquellas experiencias que no entraban en los parámetros de la nueva versión de lo democrático, para plantear luego el estado embrionario de los estudios de historia reciente -en un contexto académico en el cual la profesionalización pareció construirse en desmedro de la figura del intelectual.
En la segunda sección se destacan los artículos de Vera Carnovale y de Ludmila Da Silva Catela, referidos a la problemática de las fuentes documentales. En el primero se indagan las posibilidades y limitaciones de las fuentes orales, en función de sus peculiaridades y de la compleja relación memoria-Historia. En el segundo se realiza un detalle de los archivos que pueden contener fuentes sobre la represión, sin duda provisional pero riguroso en el registro de sus particularidades y grados de accesibilidad, que se encuadra en una indagación sobre el carácter de los acervos documentales y las problemáticas sobre la constitución de repositorios. En las contribuciones siguientes, Hilda Sábato reflexiona sobre la tensión entre las normas que regulan la profesión historiográfica y las opciones ético-políticas del historiador, en tanto que Alejandro Kaufman propone un abordaje del fenómeno de la desaparición fuertemente anclado en la ética y en la discriminación de diversas formas de memoria, para bucear en el carácter "indecidible" de la situación del desaparecido, en la singularidad de los testimonios y en la imposibilidad del duelo.
La última parte de la compilación reúne tres trabajos que también son de diversa procedencia disciplinar, en los que se exploran dimensiones de la relación entre la historia reciente y la sociedad. A partir de un concepto amplio de "lugar de memoria" traído de Pierre Nora, Silvia Finocchio revisa su papel en las políticas educativas nacionales y propone análisis puntuales sobre los modos en los que la escuela aborda la historia reciente. Sergio Visacovsky parte de un caso específico, la experiencia del servicio de psiquiatría del "Lanús" (denominación común del Hospital Interzonal de Agudos "Evita"), para poner en cuestión las categorías temporales de la historiografía desde el registro de los modos en los cuales los actores sociales ordenan sus experiencias. Por fin, "La conflictiva y nunca acabada mirada sobre el pasado" es el artículo de cierre escrito por Elizabeth Jelin, que estudia la memoria como práctica social y política. Partiendo inicialmente de la normalización del pasado en el caso alemán, indaga en las tensiones relativas a la construcción de memorias sobre el pasado argentino, revisando la importancia del movimiento de derechos humanos en la generación de narrativas y las nuevas luchas simbólicas que se abren con la transmisión de memorias. Concluyendo su aporte con una reflexión sobre las pretensiones de una resolución del pasado en la Argentina actual, Jelin rescata las virtudes de una memoria abierta, en constante proceso de revisión.
II. Es evidente que el texto compilado por Franco y Levín resulta atractivo y motivador, ya que precisamente da cuenta de las características de un espacio de producción intelectual que se va afianzando en los medios académicos argentinos y que establece constantemente relaciones con otras formas de reflexión sobre el pasado reciente. A partir de esa lectura quisiera presentar brevemente algunos argumentos como para poner en tensión tres cuestiones a propósito de ese "campo en formación" o, si se quiere, de la formación del campo. Estas observaciones no deben ser comprendidas como un contrapunto con uno u otro de los varios autores que intervienen en el libro, sino más bien como un ejercicio de reflexión que gira en torno al modo de existencia de la "historia reciente" tal como aparece en esas páginas. Descartando la apelación a una multitud de análisis de corte teórico-metodológico, mis comentarios se sustentarán apenas en algunos recursos empíricos y críticos. Los tres tópicos que quisiera tratar son la asociación entre historia reciente y pasado traumático, la novedad de los enfoques historiográficos que nos ocupan y el estatuto de la historia reciente como campo, disciplina o especialidad. Si esas breves observaciones pueden fundar casi arbitrariamente una posición sobre la historia reciente, confío en que no es contradictoria -a veces complementaria, a veces extremada- respecto de la que sobrevuela la mayor parte de las intervenciones recogidas en el volumen.
Historia reciente y trauma social
Desde la introducción de Franco y Levín se produce una identificación entre la historia reciente y la existencia de momentos traumáticos. La frase inicial es todo un modelo de definición: "La historia de la historia reciente es hija del dolor" (p. 16). No solamente derivan de esa relación las características que tendría este tipo de historiografía, sino que al momento de discutir su definición es esa asociación la que prima por sobre otros criterios. Es también el modo de construcción del problema privilegiado por Jelin, en tanto que el artículo de Lvovich bucea muy apropiadamente en la comparación de cómo se resolvió esa relación en los distintos casos estudiados. Como muestra de un consenso extendido, la mayor parte de los aportes al volumen retoman el pasado en clave de conflictos, silencios, violencias, reclamos de justicia, desplazamientos; en suma: componentes o síntomas del trauma, y en ese sentido retornan una y otra vez al caso de la última dictadura militar argentina. Incluso los artículos eminentemente metodológicos incursionan en los temas relativos al pasado dictatorial aunque más no sea tangencialmente.
No es este el lugar para discutir la categoría de trauma y su aplicación a los conjuntos sociales. Baste acordar en que se trata de una lesión emocional -y por extensión cognitiva- producto de una experiencia extrema, con efectos perdurables y subyacentes a la continuidad de la existencia social (evito deliberadamente alusiones a lo consciente o lo subconsciente). En ese sentido es que cabe preguntarse: ¿fue la última dictadura militar un trauma para la sociedad argentina? La pregunta puede parecer cínica. Unos treinta mil desaparecidos, cuatro mil asesinados, miles de presos y cesanteados, decenas de miles de exiliados -en números siempre globales y objeto de apasionados debates- representan la cúspide del terror de Estado. En tanto que ejercicio de una coerción magnificada sobre el cuerpo social, el resultado último de la dictadura no puede ser otro que un trauma. Por lo menos, para quienes lo hemos experimentado así.
Y allí es donde la pregunta pierde su carácter molesto y alude a un problema de consideración sobre lo que se supone que es una "sociedad" y particularmente la "sociedad argentina". Quizás por una cuestión de escala de los fenómenos, quizás por la misma variedad de las experiencias sociales, pueden existir grupos completos para los cuales la dictadura no constituyera la fuente del trauma y ni siquiera se considere traumático todo el periodo de las dictaduras del Cono Sur.
Probablemente no hubo una cierta "normalidad" de las clases medias durante el terror de Estado -apuntemos, de paso, que si este momento parece cualitativamente distinto de otras atrocidades de la historia de estas regiones es también porque afectó a sectores movilizados de las clases medias- porque la situación estatal-nacional era "excepcional". Pero muchos integrantes de fracciones o segmentos socio-profesionales identificados con ese concepto parecen construir el momento del miedo en el antes de la dictadura y no durante ella. Y con relación al terror de Estado, Mariana Caviglia apunta que:
"...en una considerable mayoría los testigos entrevistados no se consideran responsables de lo ocurrido, pero no sólo porque no lo sienten en relación con la dictadura o porque su voluntad política de reparación al respecto se encuentra generalmente obstaculizada por las decisiones políticas de los vencedores [...] sino, básicamente, porque no se reconocen actores de la historia [...] ¿es la ausencia de esa convicción una consecuencia del terror o es a veces, o al mismo tiempo, una característica de la identidad de los sectores medios...?".2
Para esos sectores, entonces, hay una sensación de ajenidad respecto del trance. Estimo que no sería difícil multiplicar los registros empíricos en los que se aprecie que -lejos de ser el lugar histórico del trauma- para muchos integrantes de las clases medias la dictadura se presenta como un lugar imaginario de orden y seguridad. Así como construyeron un otro que no los implicaba en ese pasado de conflictos, Caviglia sugiere que hoy constituyen nuevas alteridades en oposición con "los delincuentes" o "los piqueteros". Podrá aducirse que hay en esos casos una elusión del trauma e interpretarse los silencios en esa clave. Una cosa es segura: en el flujo de consciencia de muchos grupos sociales, expresado en sus discursos y prácticas, la dictadura no constituye un hecho fundante. Si la historia reciente se definiera por el reconocimiento de un trauma, para amplias fracciones de las clases medias su inicio podría estar en la hiperinflación de 1989 o en la debacle financiera e institucional de 2001.
Si por el contrario tratáramos de buscar indicios en fracciones de las clases trabajadoras, suponiendo un impacto evidente tras la deliberada política de disciplinamiento social y fractura de la organización popular por parte de la dictadura, tal vez no encontremos lo que esperamos o se nos desdibujen sus caracteres. En un número anterior de esta misma revista Verónica Maceira presentó una exploración sobre las prácticas de historización de distintas generaciones de trabajadores desocupados del conurbano bonaerense; aunque destacaba que respecto de la dictadura las representaciones no eran homogéneas, reconocía una "relativa ajenidad (social y política)" en el modo con el que gran parte de los entrevistados se relacionaba con el pasado dictatorial. Sólo la tercera parte de los entrevistados del segmento de mayor edad hacía referencia al periodo de terror, pero incluso con relativa independencia de las consideraciones sobre el mercado de trabajo y la propia situación laboral, juzgadas retrospectivamente como mejores.3 Otra vez, podrá aducirse con absoluta pertinencia que la última dictadura militar propendió por diversos medios -entre los cuáles el más evidente fue el terror de Estado- a la retirada de los sujetos a la vida familiar y laboral y a la desarticulación de la clase social como matriz de las prácticas y las identidades; pero eso es algo diferente del reconocimiento de un trauma social extenso. Insisto entonces: ¿es que la dictadura no configuró un trauma? Sí que lo hizo, pero aclaremos: somos nosotros -vaya a saber quiénes- los que lo identificamos como tal. Lo es para aquellos que sostenemos o sostuvimos determinadas posiciones políticas, ciertas representaciones sociales, y no otras; para los que tuvimos o transmitimos experiencias puntuales y construimos identidades específicas. No para la sociedad argentina en su conjunto, ya que no todos los grupos sociales -definidos ampliamente por criterios relacionales o económicos, o por pertenencia a agrupamientos políticos, religiosos o culturales- tuvieron las mismas experiencias.
Para la etnia pilagá el trauma -o uno de los más cercanos de los innumerables traumas sufridos en la terrible historia de su relación con los poderes modernos- parece derivar directamente de las matanzas de octubre de 1947 en Formosa. El fusilamiento de unos cuatrocientos a seiscientos aborígenes por parte de la Gendarmería Nacional, en pleno gobierno peronista, encarnó de tal manera en la memoria del grupo que fueron los recuerdos trasmitidos los que llevaron a la búsqueda de cuerpos actualmente en curso.4 Ejemplo contundente de que la cesura puede estar en otra parte, la eliminación de los pilagás que pedían comida para sus cuerpos hambreados y enfermos, el enterramiento clandestino de los fusilados o su desaparición lisa y llana y la continuidad cotidiana de la masacre étnica dan forma a una experiencia extrema, que atraviesa toda la historia del Estado nacional y se hunde aún más atrás en el tiempo. Para los pueblos originarios, el trauma social es un estado del espíritu en larga duración.
Y además, ¿es que sólo la historia reciente parte del dolor? De seguro que conviene recordar que la Historia, tal como surgió en Occidente, se constituyó como discurso de legitimación de la dominación. Sin embargo también se formó como su contrario; como discurso contraideológico en el cual el dolor de los oprimidos actuó como acicate para el conocimiento. Con Max Horkheimer y Walter Benjamin, la historiografía aparece al mismo tiempo como el tribunal de apelaciones de una humanidad siempre pasajera y como el lugar de construcción de una esperanza por un sujeto histórico. Y eso tras la constatación de que el "Estado de Excepción" es la regla de los oprimidos, en un transcurrir de siglos en los cuales el enemigo no ha cesado de vencer. En toda historia hay trauma, en el sentido de que "toda institución, por modesta que sea, posee, como todo Estado (en tanto que superinstitución), un cadáver en su alacena, una huella de la violencia sacrificada que presidió su nacimiento o, sobre todo, su reconocimiento por las formas sociales ya existentes e instituidas".5
No sólo no hay entonces "traumas totales" vividos por todo el conjunto social, sino que la totalidad de la historia de la humanidad -y por extensión, toda historiografía- puede ser pensada a partir del dolor y de las violencias fundantes de la dominación. ¿Deberíamos entonces renunciar en bloque al concepto y sus implicancias? De ninguna manera. Aunque se pueda dudar de la relevancia del trauma, se lo ponga en cuestión como fractura e incluso se reconozcan las dificultades de identificar los modos de transmisión social de síntomas postraumáticos, le damos centralidad porque decimos que eso nos importa. Si la historia reciente puede pensarse desde ese concepto, es porque desde una perspectiva ético-política decidimos que así sea. Reconocer un trauma histórico -sea el terror de Estado, sean otros- supone un proceso autocrítico de pensamientos y prácticas con trascendencia política y social. No para una mera victimización sustitutiva y empática o un discurso de lo sublime, sino en pos de una indagación sobre aquello que consideramos relevante en función de una lucha política, de un conflicto social o, simplemente, de un episodio más de la guerra civil latente en toda sociedad.6
Pero para una definición cabal de la "historia reciente" no sólo debemos recurrir a esas cesuras, sino encontrar lo que para defender su concepción de una "historia del presente" Julio Aróstegui llama una "matriz histórica inteligible". La construcción de objetos historiográficos en una perspectiva científica debería suponer la identificación de momentos axiales que abran periodos cualitativamente diferentes del tiempo histórico. Cuál sería esa matriz en la definición de una especialidad historiográfica es otra cuestión; lo importante es que no se remita a un fenómeno o hecho singular, sino a un conjunto temporalmente situado de transformaciones significativas. Va de suyo que para áreas determinadas -o Estados, si se quiere- podrán defenderse diversas temporalidades y en gran medida remitirse a pasados traumáticos de distinta escala y encarnadura social, aunque también es factible identificar un tiempo histórico "reciente" a nivel del sistema mundial.7
Historia reciente y renovación historiográfica
Sea que se la emparente con el periodo de terror de Estado o que se la remita a un momento de transformaciones estructurales, la historia reciente aparece con fuerza como una opción académica en los últimos años. Anunciada al menos desde finales de la década de 1970 en los países centrales como disciplina o subdisciplina específica, ha crecido progresivamente. Franco y Levín remontan sus observaciones sobre los acontecimientos traumáticos a la historiografía occidental posterior a la Primera Guerra Mundial, y luego de una serie de breves menciones registran el incremento del espacio intelectual de la historia reciente desde los años 1960s. Hilda Sábato afirma tajantemente en su intervención que "es sabido que su práctica es relativamente nueva y no solamente en nuestro rincón del mundo" (p. 226) y citando Años interesantes, de Eric Hobsbawm, valida la idea de que al menos hasta ese mismo momento la labor historiográfica suponía una distancia de unos treinta años respecto de los sucesos a historizar.
¿Es entonces la historia reciente algo novedoso? En principio sí, si se la compara con el establecimiento de una cierta distancia temporal para la definición de los objetos de investigación predominante en los estudios históricos del siglo XX, pero no tanto si se miran los clásicos decimonónicos. Tomemos tan sólo dos ejemplos.
El primer libro importante de Augustin Thierry, publicado en fecha tan temprana como 1825 y sobre el que volvería una y otra vez a lo largo de su vida, fue la Historia de la conquista de Inglaterra por los normandos, de sus causas y consecuencias hasta nuestros días en Inglaterra, Escocia, Irlanda y el continente. Los tres volúmenes partían de un conflicto agigantado hasta tocar los talones del autor; cosa parecida hacía para la misma época François Guizot a propósito de otros temas. De paso, más allá de sus postulados, un texto así viene a recordarnos que las raíces históricas del presente -¿su matriz histórica?- pueden encontrarse temporalmente lejanas. Pero el segundo ejemplo es todavía más interesante. En 1872 Jules Michelet dio a luz la primera sección de una obra que su muerte dejaría trunca. El segundo tomo de un libro destinado a varios volúmenes más se editó tras su fallecimiento en 1874. ¿Su título? Historia del siglo XIX. Evidentemente, Eric Hobsbawm no tiene originalidad en eso de escribir en tanto que historiador sobre el tiempo mismo en el que se ha vivido.
Podríamos seguir citando diversos casos en los cuales las materias tratadas eran temporalmente cercanas, había testigos de los acontecimientos -que muchas veces fungían de fuentes de información sin demasiado rigor metodológico- y la implicación de los historiadores era inmediata. Así como también encontraríamos otros ejemplos de textos contrarios en los cuales se negaba la posibilidad de que la Historia acometiera el análisis de un tiempo presente. Y es que en el siglo XIX la Historia, la memoria y la política ya aparecían inextricablemente unidas. En ese "siglo burgués" los historiadores no sólo se plantearon cuestiones epistemológicas fundamentales8 sino que, además, expresaron visiones de la Historia fusionadas con la política notabiliar y discutieron los márgenes a los que debía ceñirse. Es claro que esas concepciones buscaban explicar y autenticar su propio presente, aunque también que las elites y clases dominantes europeo-occidentales estaban inmersas en un proceso de formación de esferas públicas en el cual no temían establecer relaciones entre una labor disciplinar en definición y la discusión de las cuestiones más inmediatas. Eso sin contar a un Karl Marx historiador de los conflictos franceses prácticamente sobre el filo de los acontecimientos, que para la academia no pasaba de ser un polemista aunque estuviera fundando él también la Historia como ciencia.
En consecuencia la respuesta es negativa: la preocupación historiográfica por un pasado temporal, vivencial o políticamente cercano no es exclusiva de los últimos años. Tal postulado es sólo una muestra de la habitual amnesia en la que caen nuestras instituciones académicas y, lógicamente, nosotros mismos.9 Lo que sí es novedoso es la consciencia de estar revirtiendo una tendencia secular y la constitución de la historia reciente como campo académico -o, tal vez mejor, como espacio específico dentro de un campo historiográfico profesionalizado. Para Franco y Levín eso puede comprenderse como producto de un nuevo vigor de la producción académica sobre el pasado reciente, vinculado con la crisis de confianza en el futuro y el giro hacia el pasado que caracteriza al mundo contemporáneo, a lo que se suman los vuelcos de la historiografía hacia una revalorización de la subjetividad y hacia el estudio de las experiencias y acontecimientos, así como la irrupción de la memoria en el espacio público. De mi parte entiendo apropiadas esas observaciones, pero creo que tendríamos una visión más completa si invertimos la carga de la prueba y nos interrogamos por qué no emergió un campo semejante en el periodo central del siglo XX. Las diferencias entre las trayectorias de las historiografías nacionales fueron muy profundas e, incluso en nuestro país, los procesos de profesionalización del campo de la disciplina fueron muy irregulares, planteándose como un objetivo concreto de la comunidad universitaria recién en el periodo posdictatorial. Pero fuera cual fuera el grado de integración profesional de los espacios académicos, la historia reciente o sus variaciones generaron una clara resistencia.
La reticencia a definir determinados problemas de la historia temporalmente cercana e institucionalizar su investigación está en ocasiones ligada a los contextos socio-políticos. En su contribución, Lvovich apunta a una cuestión capital al tratar el problema del abordaje historiográfico del nazismo y fenómenos circundantes: el bloqueo de los historiadores occidentales para ocuparse de ellos y para construir la Shoá u Holocausto como objeto de estudio es incomprensible si no se lo piensa en el clima intelectual de la Guerra Fría y en relación con las propias actitudes de los involucrados. Tal vez en la consideración del modo en el cual se trataron -o se eludieron- determinadas cuestiones de los pasados recientes, puedan identificarse situaciones similares, en las que los contextos impusieron limitaciones a la elaboración de agendas sobre esas cuestiones.
Sin mayor argumento que la pura especulación, estimo que a esos análisis contextuales debería sumarse la noción de un cierre global a la consideración de los tiempos presentes por parte de los historiadores, creciente en el tránsito entre el siglo XIX y el XX. La profesionalización de la disciplina y el triunfo del positivismo supuso un alejamiento de las temáticas capaces de movilizar lo que Franco y Levín definen como la "pasión", en sociedades en las cuales la lucha por el poder incorporaba a nuevos actores sociales emergentes. Allí donde ellas ven los primeros escarceos de la historia reciente es donde en realidad se clausuraron definitivamente los debates: no sólo en el recuerdo de Hobsbawm la fatídica fecha de 1914 aparece como el momento en el que se sancionaba el límite de la tarea del historiador, todavía hacia la década de 1970 Pierre Nora recordaba que esa era la frontera temporal permitida por los maestros.10 Tal vez no casualmente se trata del momento de derrumbe del "siglo burgués" y de la eclosión de las masas en las dimensiones más altas del poder estatal, con la Revolución rusa. Ya se habían sancionado las narrativas históricas del pasado estatal-nacional y se ocluía el análisis de los conflictos inmediatos, encorsetando las relaciones entre Historia, memoria y política en los sectores académicos -con todos los debates que puedan imaginarse sobre los modos disciplinarmente "correctos" de realizar esas operaciones-, en tanto que, por otro lado, se fue entregando el pasado reciente a nuevas disciplinas como la Sociología y la Ciencia Política, que en ámbitos como el argentino se institucionalizaron con mucho más retraso. Nunca dejó de haber intelectuales que escribieron historias de pasados recientes, en las diversas acepciones del término, pero en general construyeron sus aportes al margen de la academia. La aceptación ulterior de estos "nuevos" objetos de investigación en las instituciones reconocidas sería quizás no sólo fruto de los desbloqueos de los contextos político-sociales, sino también del debilitamiento de la visión estatal-nacional de la Historia, de la disolución de las alternativas sociales al dominio capitalista y de la cada vez más fuerte interpenetración entre disciplinas en los tiempos que corren.
El corolario que se puede extraer de esta observación es otra vez inquietante. Si el abordaje de pasados recientes no es un fenómeno historiográfico en evolución lineal ni responde estrictamente a la lógica de desarrollo de la propia disciplina, lo que lo habilita o lo clausura es otra vez una configuración política.
La historia reciente: ¿campo, disciplina, especialidad?
|1Por qué existe una historia del pasado reciente es algo que no se puede responder desde la preexistencia de una fractura que se constituya como objeto historiográfico o de un régimen de historicidad determinado, lo que Franco y Levín reconocen al destacar "un estatuto epistemológicamente inestable a la hora de las definiciones" (p. 35). Adicionalmente, podemos reafirmar su sugerencia de que no hay en estos estudios un sesgo metodológico distintivo como no sea el peso otorgado en ocasiones a las fuentes orales. Elizabeth Jelin ya había observado la formación de un amplio campo de estudios que recibió un fuerte impulso en las décadas de 1980 y 1990 y que tomaba como objetos privilegiados a actores como los movimientos sociales, incorporaba nuevos marcos interpretativos trasvasando los marcos disciplinares y construyendo un espacio de consideración de los derechos humanos y de las violencias políticas y la represión.11 Lo que esta compilación afirma no es sólo la vitalidad y ampliación de ese espectro temático, sino además su consideración como un campo en formación.
Siguiendo a Pierre Bourdieu, la estructura de un campo es un estado de la relación de fuerzas entre los agentes o las instituciones que intervienen en la lucha por la distribución de un capital específico. Las pugnas en el campo ponen en juego la misma conservación o subversión de la estructura de distribución del capital específico.12 Esa es una noción que puede pensarse respecto de la historia reciente como espacio de producción de conocimiento o segmento del campo académico. En tanto que campo no se define por nada intrínseco, sino solamente por las posiciones relativas de poder de los actores que intervienen en su constitución. De las opciones de quienes intervienen (intervenimos) dependen entonces sus características y sus derivas; también los modos de distribución de capitales determinados, la interpenetración con otros espacios sociales y la apertura o autismo respecto de las voces de los actores legos. No es seguro que se piense en esos sentidos al definir a la historia reciente de ese modo, pero la recurrente preocupación de los autores por la coexistencia de modos de validación disciplinares y posiciones políticas e ideológicas da cuenta de la inquietud por la definición de una autoridad específica.
Si decidimos que esa definición tiene sentido, atrás de ella corren las diferencias en los recortes temporales, las atribuciones de significado, las opciones metodológicas y otras formas de delimitación de las reglas del campo. Pero también los cargos de docencia e investigación, las líneas de becas, la subvención de publicaciones, las invitaciones a congresos, los reconocimientos de los pares y de actores exteriores a la academia. En suma, todas las implicancias en términos de distribución de diversos capitales. Podemos dar por bienvenido todo aquello que permita movilizar recursos para actividades que consideramos socialmente necesarias, pero al tiempo deberíamos preocuparnos por la construcción democrática del campo y por su funcionalidad en vistas al compromiso cívico -una tarea sobre cuyas características, como destaca Lvovich, no tengo personalmente en modo alguno propuestas contundentes.
Probablemente la falta de análisis de los desarrollos logrados en nuestro medio y de las formas institucionales que adquiere un campo así sea una de las escasísimas carencias que puedan imputarse al texto. Tan sólo Roberto Pittaluga incursiona en breves consideraciones que destacan el carácter incipiente que tiene en las instituciones académicas argentinas. De las numerosas e informadas referencias bibliográficas, que podrían servir de índice a esos efectos, muy pocas refieren a investigaciones de la historia reciente argentina. En realidad la formación del campo parece ser muy embrionaria e incluir un mundo de discursos y representaciones en tensión con algunos de los actores académicos, que reclaman una mayor "profesionalización". Pero no está de más enfatizar una cuestión que recorre como un hilo rojo los diversos artículos de la compilación, reflexionen o no sobre ello: todo campo historiográfico es una construcción política.
En la mayor parte de las intervenciones del volumen la historia reciente -cuando se la alude como tal- parece pensarse como una especialidad. No se trata de una disciplina o subdisciplina en sí, ya que se produce en la confluencia de aportes plurales. Como lo destacan las compiladoras y varios de los articulistas, el espacio intelectual de la historia reciente argentina está cruzado por contribuciones de diversas disciplinas y aparecía ocupado incluso antes de ser pensado como tal. Lvovich señala que los sociólogos y los cientistas políticos realizaron muchos más aportes que los historiadores al estudio de la última dictadura militar argentina, lo que se presenta como un "resultado de las especificidades de cada campo disciplinario y de los modos en que en cada caso se privilegia o desalienta el estudio de determinadas áreas, más allá de la existencia de unas -cada vez más desdibujadas- fronteras discilinares" (p. 119). Sólo la mitad de los convocados para el volumen colectivo son titulados en Historia, lo que a esta altura no tiene mayor significación que la de mostrar precisamente ese desdibujamiento.
Esa matriz de construcción de la historia reciente en tanto modo de conocimiento es particularmente importante. Muestra una vez más los límites artificiales y arbitrarios entre las disciplinas, importantes para la transmisión institucionalizada del saber pero cada vez más inútiles a la hora de pensar objetos de investigación. A diferencia de éstas, las especialidades se constituyen como áreas de investigación alrededor de un tipo concreto de fenómeno o método. Son el espacio en el que se gestan procesos de hibridación disciplinar o simbiosis.13 Quizás la historia reciente -o como queramos llamarla- no sea un territorio de los historiadores, los sociólogos o los antropólogos, sino el lugar simbólico de una nueva ciencia histórico-social. Lo que dependerá en definitiva de las complejas interacciones en el interior del campo académico en el cual se encuentra.
III. Cuando culmina su contribución a la compilación que nos ocupa Enzo Traverso recuerda que en el cruce entre la Historia y la memoria se encuentra la política, con su carga de reclamos de justicia ante tanta atrocidad contemporánea. Seguramente por eso nos atrae la historia reciente, que pone esos términos sobre la mesa y no puede rehuir su consideración. Nos sentimos agentes de algo nuevo al conformar un espacio en el cual los investigadores tienen que asumir claramente las implicancias ético-políticas de su trabajo. Podemos tener una relación empática con diversos actores sociales y controlarla en aras de la cientificidad que pretendemos defender. Sabemos que nuestros inevitables juicios de valor deben ser no sólo habilitados sino también fundamentados y controlados por la producción de un conocimiento metodológicamente orientado. Al fin y al cabo, pareciera que si la historia reciente tiene algo diferente de otras formas de hacer Historia es simplemente un plus de politicidad.
En el extremo del razonamiento podríamos cerrar el círculo y autocriticarnos acerbamente, dudando de la función de nuestra práctica. Si hoy la dedicación a la historia reciente es admitida y adquiere carta de ciudadanía en las instituciones académicas podría ser porque, primero, ante la crisis de confianza en el futuro -y en los medios para mejorarlo- hemos refugiado nuestra politicidad en la academia, y segundo, si se deja construir como pura actividad profesional la indagación sobre el pasado reciente ya no resulta social o políticamente revulsiva o inquietante.
Entretanto resolvemos qué pretendemos hacer o por qué hacemos lo que ya hacemos, la historia sigue fluyendo, reciente, presente o como queramos llamarla. Textos como el compilado por Marina Franco y Florencia Levín pueden ayudarnos a decidir nuestras opciones.
Santa Fe, agosto de 2007”
Por lo expuesto solicito a mis pares el acompañamiento en el presente proyecto.-
Proyecto
Firmantes
Firmante Distrito Bloque
MEDINA, GLADYS TUCUMAN JUSTICIALISTA POR TUCUMAN
Giro a comisiones en Diputados
Comisión
EDUCACION (Primera Competencia)