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PROYECTO DE TP


Expediente 2128-D-2011
Sumario: CODIGO PENAL. MODIFICACION DEL ARTICULO 73, SOBRE DELITOS DE ACCION PRIVADA; DEROGACION DEL TITULO II - DELITOS CONTRA EL HONOR.
Fecha: 28/04/2011
Publicado en: Trámite Parlamentario N° 37
Proyecto
El Senado y Cámara de Diputados...


Artículo 1º.- Modifícase el artículo 73º del código penal, el que quedara redactado de la siguiente forma:
"Artículo 73: Son acciones dependientes de instancia privada las que nacen de los siguientes delitos:
1º Violación de secretos, salvo en los casos de los artículos 154 y 157;
2º Concurrencia desleal, prevista en el artículo 159;
3º Incumplimiento de los deberes de asistencia familiar, cuando la víctima fuere el cónyuge"
Artículo 2º.- Derógase el título II del Libro Segundo del Código Penal.
Artículo 3º: Comuníquese

FUNDAMENTOS

Proyecto
Señor presidente:


El presente proyecto recoge una iniciativa propia presentada en el año 2009, al tiempo que introduce una modificación al artículo 73 del Código Penal que fue involuntariamente omitida en la redacción original de este texto. Como en su versión original, el presente proyecto destaca la necesidad de derogar el titulo II del Libro II del Código Penal. Necesidad reforzada por precedentes como el del caso "Acho" de la justicia salteña, quien fue condenado a prisión pese a que la pena de prisión había sido eliminada de los artículos 109 y 110 del Código Penal.
Finalmente, agradezco la participación de Joao Sebastiao Nieto en este trabajo y reproduzco los fundamentos desarrollados en el proyecto 0946-D-2009 de mi autoría.
Primera Parte: Protección constitucional de la libertad de expresión
1. La libertad de expresión en la Constitución Nacional y los Tratados Internacionales
La libertad de expresión se encuentra expresamente prevista en nuestra Constitución Nacional en el artículo 14º que dispone que: "Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio; a saber: (...) de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa". Asimismo, diversos instrumentos internacionales con jerarquía constitucional reconocen y protegen expresamente la libertad de expresión.
El artículo 13º de la Convención Interamericana de Derechos Humanos dispone que "1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito, o en forma impresa o artística, a por cualquier otro procedimiento de su elección. 2. El ejercicio del derecho previsto en el inciso precedente no puede estar sujeto a previa censura sino a responsabilidades ulteriores las que deben estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar: a) El respeto a los derechos o a la reputación de los demás, o b) La protección de la seguridad nacional, el orden pública, o la salud o la moral públicas. 3. No se puede restringir el derecho de expresión por vías a medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones".
El artículo 19º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos expresa que "1. Nadie podrá ser molestado a causa de sus opiniones. 2. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión, este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito, o en forma impresa o artística o por cualquier otro procedimiento de su elección. 3. El ejercicio del derecho previsto en el párrafo 2 de este artículo entraña deberes y responsabilidades especiales. Por consiguiente, puede estar sujeto a ciertas restricciones que deberán, sin embargo, estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para: a) Asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás; b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas".
Con la simple lectura de estas normas, puede concluirse sin mayores dudas, que nuestro ordenamiento jurídico supremo (Constitución y Tratados con jerarquía constitucional) establece una fuerte protección a este derecho.
Por otra parte, los artículos 14º y 28º de la Constitución Nacional disponen, por un lado, que los derechos no son absolutos y que deben ser reglamentados; y, por el otro, que esta reglamentación no puede alterar este derecho.
Cabe entonces fijar cuáles son las líneas que nuestra legislación debe tener en cuenta al regular este derecho. Es decir, cuáles son los presupuestos y los límites que afectarán el ejercicio de la libertad de expresión en el marco de una democracia constitucional.
2. Las limitaciones a la libertad de expresión
Existen muy buenas razones para otorgar una especial protección al derecho a la libertad de expresión. La consecuencia normativa de esta postura será que las limitaciones a este derecho serán excepcionales y claramente establecidas. En resumen, y como profundizaré mas adelante, la libertad de expresión debe interpretarse a la luz de una teoría constitucional y una teoría democrática que sea consistente tanto con la protección de las minorías como con el autogobierno de nuestra sociedad.
2.1 La libertad de expresión y la democracia
Actualmente parece poco discutible que las democracias requieren del mayor número de voces que participen en ella. Tampoco resulta dudoso que cuantas más voces lo hagan mayor será la riqueza que de sus instituciones surja. Por ello mismo, un primer esfuerzo de estas instituciones debe tender a ampliar la cantidad de participantes. Sin embargo, igualmente relevante resulta la posibilidad que estas voces puedan ser escuchadas no sólo con igual posibilidad, sino con idéntica capacidad de expresarse.
De allí que no es difícil sostener la importancia estructural que tiene el derecho a la libertad de expresión en la democracia argentina. La libertad de expresión resulta ser uno de aquellos pilares fundamentales sobre los que se estructuran los sistemas democráticos modernos. Ella permite el libre flujo de ideas, el control del poder, el diálogo político e incluso la formación de la propia identidad individual y colectiva.
Tal como lo reconoce Gargarella, la libertad de expresión puede caracterizarse a partir de dos pautas principales: "en primer lugar, se afirma que es necesario que todos los miembros de la comunidad puedan expresar sus puntos de vista; y en segundo lugar, que es necesario que tales puntos de vista puedan ser confrontados unos con otros, en un proceso de deliberación colectiva (6) .
Por esto mismo, una correcta manera de entender la libertad de expresión es la que la asocia con la necesidad de contar, en un sistema democrático, con un robusto intercambio de ideas. La democracia, desde este punto de vista, es un sistema de autogobierno por el cual la ciudadanía decide colectivamente cuáles son las reglas que regirán su vida como comunidad política. La idea de autogobierno requiere que la ciudadanía participe en una discusión pública acerca de cuáles son las mejores respuestas a problemas públicos.
Esta búsqueda se enriquece en la medida en que el intercambio de ideas y perspectivas es más variado y representativo de la diversidad de puntos de vista existentes en una sociedad determinada y se empobrece cuando esos puntos de vista se reducen en cantidad y variedad. El problema serio es, desde esta visión democrática de la libertad de expresión, que el empobrecimiento del debate público deriva en el mal funcionamiento del sistema político y en la calidad de las decisiones a las que se arribe en forma colectiva.
En nuestra Constitución Nacional, en su parte histórica, esto se percibe de manera manifiesta en las llamadas inmunidades parlamentarias. La función de que los legisladores -en virtud de lo dispuesto en el artículo 69 de la Constitución Nacional- tengan "inmunidad de opinión", no es otra que la de asegurar el debate público. El constituyente, ya en 1853, advirtió que los representantes del pueblo debían estar liberados de la coerción penal, así como la de cualquier otra índole, por lo que de sus opiniones pudiese surgir cuando se tratara de asuntos públicos. La máxima elemental que respaldaba esta observación es que la amenaza penal limitaría el debate haciendo fracasar su función, su objeto y amputando la misión misma de la representación. La Reforma de 1994 implicó un paso hacia la apertura de nuevos mecanismos de participación, lo que implicó una revisión del posicionamiento axiológico con relación a la representación. No caben dudas, y el análisis de las fuentes así lo indica, que el constituyente de 1853 guardaba ideas aristocráticas temerosas de la amplia participación política de la ciudadanía (7) . De esta manera, resultaba razonable restringir la inmunidad de opinión a los representantes, pues sobre ellos, y sólo sobre ellos, gravitaría el debate público. Pero, luego de la Reforma de 1994, ha quedado claro que nuestra comunidad política alienta y promueve el debate público y mecanismos de democracia semi-directa que constituyen a todos los ciudadanos y ciudadanas en representantes de sí mismos. De modo tal, que sería contradictorio con la orientación política manifiesta del texto constitucional, el hecho de que únicamente los legisladores pudiesen desplegar sus opiniones sin temor a sanciones penales, y que la ciudadanía no pudiese expresarse por sí misma sin intermediarios de forma equivalente (8) .
La libertad de expresión, desde esta visión, no es sólo y excluyentemente un derecho a la autodeterminación autónoma de la persona sino que se constituye fundamentalmente como precondición del sistema democrático. Así, esta forma de ver la libertad de expresión dará lugar a una regulación estatal que tienda a robustecer el debate público.
Esta es la naturaleza que la Corte Interamericana de Derechos Humanos le ha dado al artículo 13 del Pacto de San José al decir que "...cuando se restringe ilegalmente la libertad de expresión de un individuo, no sólo es el derecho de ese individuo el que está siendo violado, sino también el derecho de todos a 'recibir' informaciones e ideas, de donde resulta que el derecho protegido por el artículo 13 tiene un alcance y un carácter especiales. Se ponen así de manifiesto las dos dimensiones de la libertad de expresión. En efecto, ésta requiere, por un lado, que nadie sea arbitrariamente menoscabado o impedido de manifestar su propio pensamiento y representa, por tanto, un derecho de cada individuo; pero implica también, por otro lado, un derecho colectivo a recibir cualquier información y a conocer la expresión del pensamiento ajeno." (9)
Asimismo, la Corte Interamericana expresó "en la arena sobre temas de alto interés público no solo se protege la emisión de expresiones inofensivas o bien recibidas por la opinión pública, sino también de aquellas que chocan, irritan o inquietan a los funcionarios públicos o a un sector cualquiera de la población. En la sociedad democrática, la prensa debe informar de manera amplia sobre cuestiones de interés público, que afectan bienes sociales, y los funcionarios deben rendir cuentas de su actuación en el ejercicio de sus tareas públicas" (10) .
Partiendo entonces de estas premisas, no es difícil advertir el relevante papel que desempeña en la democracia la prensa y, con ella, la crítica ciudadana a los funcionarios públicos.
En este sentido, si la democracia requiere que los cargos sean elegidos por el pueblo y que los diversos funcionarios públicos sean receptivos a los deseos e intereses del pueblo, entonces los ciudadanos dependen de determinadas instituciones para que les informen acerca de la posición política de los diversos funcionarios, sobre la evaluación de políticas públicas, etc.
Al respecto, Owen Fiss sostiene que "en las sociedades modernas, la prensa organizada, incluida la televisión, es quizás la principal institución que desempeña este cometido, y para poder cumplir con estas responsabilidades democráticas, necesita un cierto grado de autonomía respecto del Estado" (11) . Así, esta autonomía tiene una doble esfera: una económica, relacionada con el financiamiento, y otra jurídica, vinculada con la capacidad del Estado de silenciar a sus críticos a través de procesos penales, entre otro mecanismo, algunos de ellos más sutiles de censura indirecta como la distribución de las pautas publicitarias del Estado.
Esto indica que cuanto mayor es la capacidad del Estado para acallar o amedrentar a la prensa, mas daño se producirá al nervio deliberativo de nuestra democracia. En definitiva, los delitos de calumnias e injurias implican una censura indirecta: a través de la irrazonable tipificación de estas acciones, serán los críticos quienes se verán silenciados en participación democrática, lo que acarreará claras y disvaliosas consecuencias para nuestro proceso deliberativo.
Es decir, a través de la criminalización de ciertos cursos de acción se corre el grave riesgo de que nuestro Estado silencie voces que pueden resultar críticas, y con ello constructivas, para los funcionarios del mismo. Se sostiene así que "ante la gravedad que tiene una sanción penal (en términos profesionales, familiares, personales, económicos, etc.), la conducta más razonable de cualquier periodista, frente a la amenaza de sanción, será la de silenciar toda información que potencialmente pueda exponerlo a este riesgo" (12) .
De esta forma, no sólo quedarán excluidas del debate público las informaciones que no son verdaderas, sino que serán también excluidas - lo cual resulta mas grave- aquellas informaciones respecto de las cuales el periodista no tiene absoluta certeza de su veracidad, y aún aquellas que siendo verdaderas y contando con la certeza del periodista acerca de su veracidad, no existe certeza respecto de si podrán ser probadas como verdaderas en juicio. Así las cosas, "una porción significativa de la información sobre hechos de interés público quedaría excluida del debate público como consecuencia de la autocensura que se impondrían los periodistas profesionales -y la propia ciudadanía- ante el temor de terminar con una condena penal" (13) .
2.2 Las limitaciones en la jurisprudencia nacional e interamericana
Esta concepción de la democracia, y con ella de la excepcionalidad en la limitación de la libertad de expresión, ha sido ampliamente desarrollada por la jurisprudencia, tanto de la Corte Suprema de Justicia de la Nación como de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (IDH).
Así lo ha expresado la Corte IDH al recordar que "la libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática. Es indispensable para la formación de la opinión pública... Es, en fin, condición para que la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente informada". Es, entonces, como consecuencia de la importancia crucial de esta libertad que "la Convención Americana otorga un 'valor sumamente elevado" a este derecho y reduce al mínimo toda restricción del mismo" (14) .
Posteriormente, la Corte Interamericana ratificó la doctrina reseñada en los siguientes términos: "la libertad de expresión es un elemento fundamental sobre el cual se basa la existencia de una sociedad democrática. Es indispensable para la formación de la opinión pública. Es también conditio sine qua non para que los partidos políticos, los sindicatos, las sociedades científicas y culturales, y en general, quienes deseen influir sobre la colectividad puedan desarrollarse plenamente. Es, en fin, condición para que la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones esté suficientemente informada. Por ende, es posible afirmar que una sociedad que no está bien informada no es plenamente libre." (15) .
En esta dirección, no quedan dudas el rol privilegiado que le reconoce la Corte Interamericana al derecho a la libertad de expresión como pilar fundamental de una sociedad democrática y del Estado de Derecho.
En iguales términos a los indicados por la Corte Interamericana, la Corte Europea de Derechos Humanos se ha manifestado sobre la importancia que reviste en la sociedad democrática la libertad de expresión, al señalar que: "[...] la libertad de expresión constituye uno de los pilares esenciales de una sociedad democrática y una condición fundamental para su progreso y para el desarrollo personal de cada individuo. Dicha libertad no sólo debe garantizarse en lo que respecta a la difusión de información o ideas que son recibidas favorablemente o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también en lo que toca a las que ofenden, resultan ingratas o perturban al Estado o a cualquier sector de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una sociedad democrática. [...] Esto significa que [...] toda formalidad, condición, restricción o sanción impuesta en la materia debe ser proporcionada al fin legítimo que se persigue" (16) .
En el caso "Herrera Ulloa", la Corte IDH, determinó qué tipo de limitaciones son plausibles a la luz de la Convención Americana de Derechos Humanos. Sostuvo al respecto que: "Es importante destacar que el derecho a la libertad de expresión no es un derecho absoluto, este puede ser objeto de restricciones, tal como lo señala el artículo 13 de la Convención en sus incisos 4 y 5. Asimismo, la Convención Americana, en su artículo 13.2, prevé la posibilidad de establecer restricciones a la libertad de expresión, que se manifiestan a través de la aplicación de responsabilidades ulteriores por el ejercicio abusivo de este derecho, las cuales no deben de modo alguno limitar, más allá de lo estrictamente necesario, el alcance pleno de la libertad de expresión y convertirse en un mecanismo directo o indirecto de censura previa. Para poder determinar responsabilidades ulteriores es necesario que se cumplan tres requisitos, a saber: 1) deben estar expresamente fijadas por la ley; 2) deben estar destinadas a proteger ya sea los derechos o la reputación de los demás, o la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o moral pública; y 3) deben ser necesarias en una sociedad democrática".
Respecto de estos requisitos, la Corte señaló que: "... la 'necesidad' y, por ende, la legalidad de las restricciones a la libertad de expresión fundadas sobre el artículo 13.2 de la Convención Americana, dependerá de que estén orientadas a satisfacer un interés público imperativo. Entre varias opciones para alcanzar ese objetivo debe escogerse aquélla que restrinja en menor escala el derecho protegido. Dado este estándar, no es suficiente que se demuestre, por ejemplo, que la ley cumple un propósito útil u oportuno; para que sean compatibles con la Convención las restricciones deben justificarse según objetivos colectivos que, por su importancia, preponderen claramente sobre la necesidad social del pleno goce del derecho que el artículo 13 garantiza y no limiten más de lo estrictamente necesario el derecho proclamado en dicho artículo. Es decir, la restricción debe ser proporcionada al interés que la justifica y ajustarse estrechamente al logro de ese legítimo objetivo. De este modo, la restricción debe ser proporcionada al interés que la justifica y ajustarse estrechamente al logro de ese objetivo, interfiriendo en la menor medida posible en el efectivo ejercicio del derecho a la libertad de expresión" (17) .
En relación con la utilización del derecho penal, la Corte Interamericana expresó la necesidad de restringir al máximo posible su aplicación al considerar que resulta "el medio más restrictivo y severo para establecer responsabilidades respecto a una conducta ilícita (18) ."
Por tal razón, resulta claro que a los fines de justificar una restricción a la libertad de expresión no basta que alguna persona "se haya sentido afectada en su honor" por ciertas declaraciones o manifestaciones sino, además, si tal restricción podía ser justificada con base en "una necesidad social imperiosa".
Esta especial protección a la libertad de expresión también ha sido recordada en numerosas ocasiones por la Corte Suprema de Justicia de la Nación: "... entre las libertades que la Constitución Nacional consagra, la de prensa es una de las que posee mayor entidad, al extremo que sin su debido resguardo existiría tan sólo una democracia desmedrada o puramente nominal. Incluso no sería aventurado afirmar que, aun cuando el Art. 14 enuncie derechos meramente individuales, está claro que la Constitución, al legislar sobre libertad de prensa, protege fundamentalmente su propia esencia democrática contra toda posible desviación tiránica" (19) .
Es por estos motivos, y sobre la base de una concepción de un derecho penal mínimo, que atienda a los intereses más importantes de la sociedad, que proponemos derogar las figuras de calumnias e injurias y modificar asimismo la normativa civil en la materia.
3. Doctrina de la "Real Malicia"
Dado que la libertad de prensa proporciona a la opinión pública uno de los mejores medios para conocer y juzgar las ideas y actitudes de los dirigentes políticos, el presente proyecto de ley, pretende plasmar legislativamente en materia civil un estándar diferenciado, en el caso en que las manifestaciones se dirijan hacia funcionarios públicos, figuras públicas o particulares.
Este es el fundamento de la doctrina conocida como "real malicia", que ha nacido a partir de una importante decisión de la Suprema Corte de Estados Unidos: "New York Times vs. Sullivan" (20) .
Esta doctrina supone que aquellos sujetos vinculados con el interés público deben soportar un mayor nivel de críticas. Esto, al menos en dos sentidos: por un lado deben soportar una mayor cantidad de críticas y observaciones a sus acciones de carácter público; por el otro, estas críticas pueden ser más profundas y severas.
Sostuvo allí el juez Brennan que "a partir del trasfondo de un profundo compromiso nacional con el principio de que el debate de las cuestiones públicas debería ser desinhibido, robusto, y abierto, pudiendo bien incluir ataques vehementes, cáusticos, y a veces desagradables sobre el gobierno y los funcionarios públicos". Tal como comenta Gargarella, "... la idea era que en todos los casos de libertad de expresión, pero especialmente en aquellos que tuvieran una clara implicación pública, era imprescindible asegurar un debate lo más amplio y robusto posible, protegiendo al extremo a los críticos del poder" (21) .
Este criterio ha sido compartido en numerosos antecedentes jurisprudenciales de nuestro Tribunal Superior (22) .
Para esta importante doctrina, la categoría "funcionarios públicos" incluye a "... todos aquellos que, revistiendo la jerarquía de empleados gubernamentales, tienen o aparentan tener ante el público una responsabilidad sustancial en la determinación o control de las conductas y actos que se adopten en los asuntos de gobierno" (23) .
Por otro lado, "figuras públicas" son "... todas aquellas personas que, sin ser funcionarios del gobierno, son ampliamente conocidas en la comunidad por su prestigio, publicidad, fama, por sus logros, actos u opiniones en las más variadas áreas sociales o temáticas, y que influyen sobre los grupos sociales que, además de no permanecer insensibles, les interesa conocer sus opiniones y conductas" (24) .
Por último, cuando nos referimos a "particulares involucrados en asuntos de interés público", hacemos referencia a todos aquellos sujetos "que protagonizan acontecimientos de interés institucional o de relevante interés público" (25) .
Esta teoría también ha sido ampliamente desarrollada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En tal sentido, en el ya citado caso "Herrera Ulloa", la Corte Interamericana señaló lo siguiente: "La Corte Europea de Derechos Humanos ha sostenido de manera consistente que, con respecto a las limitaciones permisibles sobre la libertad de expresión, hay que distinguir entre las restricciones que son aplicables cuando el objeto de la expresión se refiera a un particular y, por otro lado, cuando es una persona pública como, por ejemplo, un político". Esa Corte ha manifestado que: "Los límites de la crítica aceptable son, por tanto, respecto de un político, más amplios que en el caso de un particular. A diferencia de este último, aquel inevitable y conscientemente se abre a un riguroso escrutinio de todas sus palabras y hechos por parte de periodistas y de la opinión pública y, en consecuencia, debe demostrar un mayor grado de tolerancia. Sin duda, el artículo 10, inciso 2 (Art.10-2) permite la protección de la reputación de los demás -es decir, de todas las personas- y esta protección comprende también a los políticos, aún cuando no estén actuando en carácter de particulares, pero en esos casos los requisitos de dicha protección tienen que ser ponderados en relación con los intereses de un debate abierto sobre los asuntos políticos" (26) .
Continúa la Corte sosteniendo que "En este contexto es lógico y apropiado que las expresiones concernientes a funcionarios públicos o a otras personas que ejercen funciones de una naturaleza pública deben gozar, en los términos del artículo 13.2 de la Convención, de un margen de apertura a un debate amplio respecto de asuntos de interés público, el cual es esencial para el funcionamiento de un sistema verdaderamente democrático. Esto no significa, de modo alguno, que el honor de los funcionarios públicos o de las personas públicas no deba ser jurídicamente protegido, sino que éste debe serlo de manera acorde con los principios del pluralismo democrático".
Y concluye la Corte "Es así que el acento de este umbral diferente de protección no se asienta en la calidad del sujeto, sino en el carácter de interés público que conllevan las actividades o actuaciones de una persona determinada. Aquellas personas que influyen en cuestiones de interés público se han expuesto voluntariamente a un escrutinio público más exigente y, consecuentemente, se ven expuestos a un mayor riesgo de sufrir críticas, ya que sus actividades salen del dominio de la esfera privada para insertarse en la esfera del debate público" (27) .
Finalmente, en este sentido, el presente proyecto se inscribe en el marco del respeto al sistema interamericano de derechos humanos a partir del precedente de la Corte IDH "Kimel vs. Argentina" (28) . En el mismo, el ciudadano Eduardo Kimel había sido condenado a un año de prisión en suspenso a pagar una indemnización por criticar la actuación de un juez en el caso de la "Masacre de San Patricio", ocurrida durante la última dictadura militar. De esta forma, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos decidió demandar al Estado Argentino ante la Corte IDH.
Al fallar, este Tribunal resolvió por unanimidad no sólo indemnizar al ciudadano y dejar sin efecto la sentencia condenatoria que sobre él recayó, sino, además, afirmar que correspondía "... adecuar en un plazo razonable su derecho interno a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de tal forma que las imprecisiones reconocidas por el Estado (supra párrafos 18, 127 y 128) se corrijan para satisfacer los requerimientos de seguridad jurídica y, consecuentemente, no afecten el ejercicio del derecho a la libertad de expresión" (29) .
A casi un año de la resolución del caso, resulta imperioso el tratamiento de esta cuestión. La mora en cuestión sigue enervando la responsabilidad del Estado argentino en el incumplimiento de las obligaciones internacionales por él contraídas y a las cuales ha reconocido jerarquía constitucional.
Segunda Parte: Los problemas constitucionales de la construcción del bien jurídico honor
Del artículo 19º de la Constitución Nacional, se desprenden los principios de intimidad (en concordancia con el artículo 18), privacidad y lesividad. El alcance e interpretación que se les dé a estos principios serán el pilar del que surgirán las características de las precondiciones para la admisibilidad constitucional de las sanciones penales, no sólo en los casos concretos sino también en la construcción legislativa de los tipos penales.
Una interpretación sistemática y dinámica del texto constitucional debería indicar que -en sintonía con los principios liberales del constituyente de 1853-1860- el articulado mencionado opera como un límite infranqueable -no el único, sino el primero- a la intervención del Estado sobre la conducta de las personas. La fuente del artículo 19 de la Constitución Nacional se reconoce en la Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre y del Ciudadano que, establece - además de los prerrequisitos para la imposición de sanciones penales- la primera enunciación de límites al poder estatal para restringir derechos. Sin embargo, la recepción en el ámbito local de los artículos 4 y 5 del documento revolucionario plantea algunas particularidades que es preciso señalar:: por un lado, en la Convención Constituyente de 1852 no existió debate alguno sobre la formulación del texto del articulo 19 de la Constitución Nacional, por otro, la redacción se separó de su fuente en la medida en que profundizó sobre los conceptos de privacidad e intimidad como límites adicionales a la intervención estatal, y en que adicionó la afectación al orden o a la moral públicas como causales habilitantes de la acción penal (30) .
Dado que el constituyente optó por una redacción extensiva del artículo 19 (al menos con relación a su fuente francesa) es posible pensar que en la concepción de los "padres fundadores", las ideas de afectación al orden y a la moral pública tuviesen una función también extensiva del poder penal. En este sentido podría explicarse que todas las acciones no privadas serían susceptibles de conminación penal por vía legislativa, y que las privadas sólo serían susceptibles de pena y tipificación cuando afectasen a terceros al orden o a la moral pública.
Aunque esta lectura primigenia es posible, no parece ser la deducción más apropiada de un sistema de pensamiento liberal que se encuentra consagrado en el Preámbulo y en los artículos 14, 16, 17 y 18 (además del 19, claro está) de la Constitución Nacional y que como bien sabemos es el que se reconoce en las diferentes fuentes del pensamiento constitucional argentino. Pero, aunque se tratara de una interpretación válida, la lectura de la Constitución Nacional, debe ser actualizada a la luz de la evolución del pensamiento constitucional y -fundamentalmente- de la Reforma de 1994 que incorporó, -además de nuevos derechos y mecanismos de protección, - nuevos principios y valores como la democracia y la igualdad en un sentido material, entre otros.
Así, desde esta nueva perspectiva, cabe analizar someramente el sentido del artículo 19 con el propósito de dotarlo de un contenido afín al sistema republicano de gobierno y a los principios políticos liberales en concordancia con los valores del respeto por los derechos humanos.
El mencionado artículo refiere -en apariencia- a tres supuestos en los que el Estado puede ejercer su potentia puniendi: la ofensa al orden, a la moral pública, y la afectación a terceros. Corresponde en principio analizar estos supuestos, observando algunas de las diferentes connotaciones que se le han asignado a las palabras elegidas por el constituyente.
Con una decodificación democrática, republicana y liberal, es absolutamente imposible entender que la expresión "moral pública" importe una moral determinada impuesta desde el Estado y que su afectación sea razón suficiente para la imposición de castigo. Es inconcebible, desde una perspectiva republicana, liberal y democrática, y en un sistema que tiene como eje principal la protección de la persona humana y el respeto por los derechos humanos, siquiera pensar en la potestad del Estado para imponer una moral en sentido unívoco, a menos que esta moral sea un imperativo ínter subjetivo que imponga el respeto por la autonomía de las personas y que asegure un espacio de autodeterminación.
La democracia -así entendida- es un sistema cuya fortaleza moral radica justamente en permitir la posibilidad del pleno ejercicio de la libertad y autonomía de las personas.
Esto tiene pleno sentido lógico, pues la adecuación de la conducta a determinados valores cuando es resultado de la absoluta ausencia de libertad para elegir conductas y valores diferentes, es una pretensión propia de los estados totalitarios que -fuera de los recursos propagandísticos y retóricos- no apelan a la perfección moral, sino a una comunidad total fundada en la obediencia irreflexiva.
Descartando la idea de moral pública como un imperativo de conducta privada determinada, se han construido conceptos no menos autoritarios, aunque sí más racionales, que gravitan sobre una noción sobre-extendida de orden público y de la afectación al orden público como fundamento suficiente para la persecución penal. A estos también, corresponde excluirlos por su contradicción con los principios liberales y democráticos; cualquier idea de orden público que implique la veneración del orden entendido meramente como valor en sí mismo es repugnante a un sistema de valores en los que la propia persona humana sea un fin en sí mismo.
El respeto por el orden público debe ser concebido como valor instrumental que permite la realización de otros valores. Así, puede y debe ser protegido -incluso penalmente- sólo en la medida de que sea eficiente para la protección de otros valores reconocidos jurídicamente y en la medida de que su afectación suponga asimismo un riesgo para estos últimos.
Por último, el constituyente, tomando la fórmula de la Revolución Francesa, elaboró el concepto del principio de lesividad enunciándolo como afectación a terceros. Este principio es en realidad la piedra angular del sistema y el único fundamento aceptable del castigo, como luego se verá, no por que la punición proteja efectivamente a las personas, sino por que indica que es inaceptable la punición sin una lesión previa a éstas.
Con los límites y orientaciones de estos principios constitucionales, debemos construir dogmáticamente el concepto de bien jurídico y el de afectación a los bienes jurídicos como prerrequisitos elementales para la elaboración legislativa de los tipos penales.
En las siguientes líneas analizaremos brevemente algunas tensiones que existen en el pensamiento dogmático moderno sobre el problema de los bienes jurídicos con la intención de establecer, dogmáticamente, cúal es el postulado teórico que mejor se corresponde con nuestro sistema constitucional.
El tratamiento teórico del problema de los bienes jurídicos supone necesariamente el estudio de la relación entre preceptos normativos y entidades del mundo real. Esto resulta por lo menos obvio, dado que incluso en las propuestas idealistas más radicalizadas, las penas se dirigen a personas de carne y hueso, y porque aún los valores más abstractos para ser para ser protegidos (como pueden ser el orden público o incluso la vigencia de la norma) encuentran un correlato en la realidad que está encarnado por instituciones que funcionan -mal o bien- y que intervienen en el mundo generando resultados materiales. Esta descripción obvia, sin embargo, no ha sido jamás suficiente para la constitución de acuerdos teóricos sólidos.
La denominada Escuela de Kiel, sin pretender una construcción sistemática de una teoría del delito, fue la expresión más radicalizada del desprecio por el concepto de bien jurídico como exigencia mínima para la intervención punitiva del Estado. De hecho, en términos de Schaffenstein, el delito debe ser entendido como un quebrantamiento de un deber (31) y ese deber no sería deducido -según el pensamiento jurídico völkisch- únicamente de la norma sino de una serie de abstracciones de difícil determinación. M. E. Mayer, desde el neokantismo, mantenía la vigencia de la defensa del orden como valor y conservaba en cierta manera algunas ficciones fundadas en abstracciones, al concebir al delito como contradicción del la Kulturnormen, entendida como normas de la cultura reconocidas por el Estado. Con estas líneas de pensamiento, queda claro que el objeto de la protección se traslada automáticamente de la persona al Estado, con la consecuencia evidente de naturalizar las normas sin valorar su contenido y defender su obediencia sin relevar su aptitud para proteger -o vulnerar- a los seres humanos.
Aunque hoy la kielerschule sea mayoritariamente repudiada por su filiación nazi, la defensa del orden como fin en sí mismo no es un discurso del pasado. Desde el funcionalismo penal es sus diferentes vertientes, se ha observado con agudeza y razón que la aplicación de penas no tiene un real poder tutelar sobre los bienes jurídicos y las personas, "el mal específicamente jurídico- penal de un homicidio -afirma Heiko Lesch- no es el cadáver de la víctima -ese daño es además irrecuperable-, sino el ataque del autor a la vigencia de la norma que prohíbe matar." (32) La percepción de la ineficacia de las penas para tutelar los bienes jurídicos en tanto objetos (vida, propiedad, integridad física, etc.) responde a un dato de la realidad y es verdaderamente inapelable. Pero con el propósito aparente de salvar la consistencia del sistema, los funcionalistas se han visto forzados a identificar otro objeto de tutela para las normas penales. Así, Günther Jakobs sostiene que "El derecho penal no cura las heridas inflingidas por el autor, ni siquiera atribuye retribución del daño, sino que hace que al mal del hecho le siga un nuevo mal: la pena como un mal para el autor. Esta secuencia de dos males, irracional en su curso externo (Hegel), solamente puede ser comprendida como proceso comunicativo. Ya el mismo hecho no es tomado en su exterioridad sino [como] afirmación del autor de que él tiene derecho a configurar el mundo tal como sucede mediante el hecho, y la pena es la contradicción de esta afirmación, la pena es la contraafirmación [sic] de que el autor no es decisivo, de que su afirmación es falsa [...] El derecho penal tiene [entonces] la misión de asegurar suficientemente la vigencia estable de las normas centrales, imprescindibles para la existencia de una sociedad." (33) En palabras de Lesch, el propósito de la pena es "atender y canalizar el desarrollo de las defraudaciones de expectativas para conseguir, ante todo, la posibilidad de un esperar normativo que supere las frustraciones contrafácticamente. No sólo para la persona afectada (defraudada) en el caso concreto, sino para cualquiera, en definitiva, para la Sociedad en su conjunto debe ser demostrado que el fallo se encontraba en el comportamiento del autor..." (34) . Esta resignificación del concepto de bien jurídico -que se aparta del pensamiento ilustrado- responde fundamentalmente, a que se trata de un concepto lógicamente necesario como antecedente del consecuente que sería la sanción penal. De modo tal que, siendo imprescindible por su función lógica, no queda más remedio que rellenarlo con un contenido diferente, más maleable, menos preciso. Por otra parte, en el desarrollo de la construcción dogmática funcionalista se advirtió -al mismo tiempo de la ineficiencia de la pena como herramienta tutelar- que la construcción welzeliana del concepto de acción contenía referencias a la significación social de la acción en términos comunicativos al mismo tiempo que receptaba al resultado como integrador de la propia acción final, hecho que -según se observó- correspondía más a una idea individual de la acción que a una noción social y que -por está razón- se trataba de una teorización con una suerte de herencia naturalista (causal). Purificando el concepto de acción y despojándolo de la idea de resultado, el funcionalismo evitaba el estorbo del bien jurídico lesionado al menos como límite elemental. Así, produjo una idea de acción con significación social en la que el resultado en términos de relación mecánica causa-efecto pierde importancia y lo que se releva es el aspecto comunicativo de la relación entre pena y delito.
Desde luego, tanto Jakobs como Lesch aceptan que la lesión al bien es una condición para la imposición de una pena, pero -según ellos- nunca puede funcionar como fundamento del castigo. Con este ingenioso movimiento deducen de la acción dos resultados diferenciados, la afectación a un bien y la lesión a la norma (ya sea como lesión a las expectativas, a la confianza o la vigencia del sistema normativo) y puesto que el fundamento de la pena es este último, pronto la norma deviene en un bien que debe ser protegido, permitiendo la conclusión tautológica de que la pena se funda en su aptitud para garantizar la vigencia de una norma que lo que justamente prescribe es una pena.
El resultado inevitable de esto es que la exigencia de la lesión a un bien (en términos naturales) se pierda, permitiendo que la lesión a la norma (relevada normativamente) sea -además de fundamento- condición suficiente para la conminación penal. Se construye, aunque no manifiestamente (35) , un concepto nuevo de bien y de tutela que puede traducirse en la noción de bien jurídico tutelado. Esta idea es realmente curiosa, pues es producto de la observación de que las penas no protegen bienes en tanto objetos y, sin embargo, no encuentra problemas en sostener algo de constatación imposible, como que la pena reafirma contrafácticamente la confianza en la norma. Desde luego esta conclusión incontrastable no tiene pretensiones de describir un hecho social en sentido material, pero la renuncia manifiesta al anclaje en la realidad, lejos de ser una virtud es un grave defecto con nefastas consecuencias. Corresponde denunciar la ficción de que la pena protege los bienes, pero también corresponde denunciar y apartarse de propuestas que crean ficciones autorreferenciales, pues al igual que las remisiones falsas a la realidad, son inútiles, falsas y peligrosas para el ejercicio de políticas criminales.
Esto exige recuperar la noción de bien jurídico que se desprende del texto constitucional, de lo contrario "la ofensividad pasa a un segundo plano, opacada por la pretendida tutela, y como la tutela no se verifica (sino que se afirma deductivamente), se acaba debilitando la idea misma de bien jurídico, para caer en la minimización del concepto y terminar afirmando que la función del derecho penal se reduce a garantizar la validez de las expectativas normativas. Detrás de esto queda un único bien jurídico, que es la voluntad del estado." (36) Esta noción de bien jurídico fundada en el pensamiento de Feuerbach (37) remite el concepto a la materialidad, y en la actualidad se puede enunciar como la relación de disponibilidad de un sujeto con un objeto (38) . Este concepto no es el que cabe defender por su aptitud para la consistencia lógica (que también la tiene) sino por su coherencia política con los principios políticos de nuestra Constitución y del sistema internacional de protección de los derechos humanos. Su aptitud para contener el ejercicio irracional de castigo no se verifica únicamente en su funcionalidad política en la lucha contra los regímenes absolutistas en el Siglo XIX, sino también en el hecho de que su desprecio y ausencia fueron -entre otras- condiciones jurídico-políticas necesarias para la legitimación de los totalitarismos del Siglo XX.
El concepto de bien jurídico entendido como remisión a la realidad y la exigencia de su lesión (conflicto) como precondición del castigo, no tiene una relación exclusiva con la tutela penal, los bienes jurídicos se encuentran tutelados por todo el derecho y el hecho de su tutela no se prueba por la prescripción de sanciones. Por el contrario, la función penal atinente al concepto de bien jurídico es -como demuestra su génesis- que la pena no se extienda a espacios intolerables sin fundamentar ni legitimar la imposición de castigo; su función histórica y constitucional siempre fue limitar el ejercicio del poder punitivo y aunque su alcance sea moderado, ha sido eficiente a ese propósito, por lo que prescindir de él implica ceder espacios a expresiones autoritarias en la concepción del derecho.
Sobre este marco general que intenta de dotar de sentido (y contenido) al principio de lesividad y al concepto de bien jurídico afectado, debemos trabajar para hacer una evaluación de la admisibilidad constitucional de los tipos penales, comenzando por la pregunta sobre ¿qué es lo que la conducta típica se presume que lesiona? En el análisis del bien jurídico honor, pronto advertimos que se trata de un concepto vago, difuso y de difícil determinación. El honor puede ser entendido como el autoestima de la persona, con lo que quedaría definido subjetivamente en sentido puro, variando éste de sujeto en sujeto, pues nuestras percepciones de nosotros mismos nunca pueden ser idénticas, además, claro está, de que tampoco somos idénticos en sustancia. Pero el honor, también puede ser entendido como una matriz objetivo-subjetiva, que relevaría las aptitudes particulares de los sujetos, pero esta vez, objetivadas. Así, bien podríamos decir que los títulos y reconocimientos de una persona son constitutivos de un status especial que debería ser protegido de manera diferenciada.
En el caso de la construcción subjetiva pura del concepto, nos enfrentamos al problema de la imposibilidad radical de que las personas a las que está dirigida la norma puedan motivarse en ella, pues es imposible conocer a priori el sistema de valores de un sujeto, o adivinar cuáles son sus sensibilidades especiales y graduar su amor propio. Esta imposibilidad radical importa la ausencia absoluta del elemento cognitivo del dolo, volviendo irracional la construcción del tipo (al menos esto se advierte de modo manifiesto en el delito de injurias). Diferente es la situación de la construcción objetiva-subjetiva. En esta construcción conceptual reconocemos un serio problema de igualdad en la medida en que aquellos cuya reputación se presume superior gozan de una pretendida mayor protección penal. Según este esquema, además, las pautas "objetivas" por las que se mide el honor de una persona no son para nada claras, de hecho la medida objetivada responde a criterios de validación que pueden ser objetivos en el sentido de que un tercer observador imparcial podría constatar que un sujeto determinado es médico, o que otro ha sido reconocido con un premio Nóbel, sin embargo, la valoración especial de estas circunstancias no tiene nada de objetivo. El premio Nóbel puede ser intelectualmente deshonesto y el médico un jugador compulsivo, sin que nada de esto (ni sus títulos ni sus "vicios"), diga mucho de su personalidad y de su aptitud para ser ofendido. Por otra parte, en diferentes ámbitos, los criterios para la validación del status de una persona pueden variar pues las sociedades -afortunadamente- son más bien heterogéneas y en ellas conviven diferentes sistemas de valores, con la previsible consecuencia de que los que resulta lesivo al honor en determinados círculos, pueda ser completamente inocuo en otros.
De igual forma, se han sostenido intentos de concebir una idea mixta de honor que relevara la matriz objetivo-subjetiva y la subjetiva como autovaloración. Así, Mezger explicó que "el bien jurídico honor abarca tanto la apreciación valorativa objetiva de la persona realizada por otros, como el propio sentimiento de honor; uno y otro son, al mismo tiempo, objeto del ataque y de la protección del agravio. [...] Si se exigiera siempre como presupuesto del castigo, una lesión del honor, su protección con arreglo a derecho sería aún más insuficiente de lo que es." (39) Con este esquema, el autor alemán no hace más que reconocer que admite los supuestos de delitos sin lesión y que en su construcción genera un postulado que, lejos de salvar a los conceptos subjetivos y objetivo-subjetivo de sus respectivos problemas, cae presa de todas las críticas que se le puedan hacer a cada uno de esos modelos.
Una variación explicativa y justificante de estos modelos que se destaca por su aparente consistencia y originalidad merece ser mencionada aparte, Ghünter Jakobs (40) entiende que las lesiones al honor suponen afectación a las personas por un camino muy particular, según él, dado que en las relaciones sociales existen diversos mecanismos de poder y sancionatorios que exceden al poder penal, las afirmaciones falsas sobre una persona permitirían sanciones informales injustas, costos, en este sentido, que son evitados por una norma que asegura que la expresiones volcadas en la comunicación social sean verídicas, garantizando así la expectativa de que lo que se escuche sea cierto. Esta comprensión del problema guarda coherencia con todo el pensamiento funcionalista sistémico que reserva un espacio particularmente destacado a los efectos comunicacionales de las acciones humanas y de las respuestas del Estado. Sin embargo, cabe señalar que en nuestro sistema, y probablemente en muchos otros, la codificación no defiende a través del tipo de injuria, el valor de verdad de las afirmaciones volcadas, pues los supuestos en los que autor puede demostrar que lo que ha dicho es cierto y con eso eximirse de pena son realmente excepcionales. La respuesta de Jakobs de que de esta manera el sistema protege, la expectativa de que la información que circula sea verdadera y que, al mismo tiempo, se protege a la persona en su integridad moral, resulta insuficiente a los fines de aceptar su teoría. Aquí, ocurre, algo parecido a lo que sucede con las pretensiones eclécticas de Mezger y de Ignacio Berdugo Gómez de la Torre (41) , tal como fue señalado antes. En este caso, Jakobs, al intentar salvar la consistencia de su postulado haciéndolo más "ecléctico", cae en el problema de que debe responder a todas las críticas, tanto las que indagan sobre el concepto de honor personal como las que alertan sobre los problemas de tratar al honor como cuestión de orden público.
Existe, por último, otra alternativa constructiva del concepto de honor que es aún más deficiente que las anteriores. Según este modelo, es posible concebir una idea de estándar medio de honor que nos permitiría determinar cuándo una expresión -por su contenido objetivo- resulta lesiva a la autovaloración o a la protección de la personalidad de un sujeto y cuando no. El problema de esta concepción es que los estándares medios no existen, se verificarán -por casualidad- en algunas personas pero nunca en todas, y siempre suponen la defensa estatal de un unívoco sistema de valores que supone la intolerable imposición de una moral estatal. Podríamos advertir que existen expresiones -sean verdaderas o no- que pueden resultar ofensivas para determinadas personas en determinados círculos; así, la afirmación de que una persona es homosexual o promiscua, puede resultar lesiva en la proyección de su personalidad, pero esto ocurre por que, de acuerdo con algunos particulares sistemas de valores involucrados, la estructura de familia tradicional, la monogamia y la pareja heterosexual son valores centrales que supuestamente deben ser custodiados por el Estado. La tutela penal de un modelo moral específico ya hemos visto que debe ser repudiada por su vocación perfeccionista absolutamente incompatible con un Estado democrático y plural; corresponde entonces rechazar tanto esa tutela como configuración en sentido negativo (sanción de conductas "desviadas") como en su faz de configuración en sentido positivo (especial valoración de determinados modelos de conducta con la consecuente sanción a las imputaciones de comportamientos diferentes). La idea de "honor" medio u objetivo supone necesariamente una valoración especial de determinados modelos de conducta, siendo éstos protegidos especial y favorablemente por sobre otros. Para un Estado democrático no puede haber "honor" en una determinada concepción de familia, en un determinado comportamiento sexual, o en un determinado hábito social; las conductas no lesivas son moralmente neutras para el estado y esto impide de manera absoluta la construcción de un único concepto de honor.
Es interesante aquí relevar la genealogía del bien jurídico honor y de los tipos penales que se deducen de su lesión, pues su estudio sirve para -además de entender el alcance de su contenido- ubicar ideológicamente su funcionalidad política. En el Código de Tejedor, se introducía el tipo de injurias separándose de su fuente, el Código bávaro de 1813 elaborado por Feuerbach, que sólo identificaba calumnias. Esto tenía cierto sentido, pues el tipo de injuria complementaba al de calumnia (al abarcar la imputación de delitos de acción privada) y permitía a las personas un supuesto mecanismo de protección del honor subjetivo (autovaloración) y objetivo (reputación) cuando el mismo Código prohibía los duelos de honor, mecanismo tradicional de preservación de las ofensas. Tejedor, por su parte, también incorporaba en su codificación otras remisiones valorativas que complementaban y sirven para la interpretación del histórico concepto de honor. Tales son los casos de la atenuación de la pena a la mujer infanticida cuyo fin fuese "ocultar la deshonra" (art 214 Código de Provincia de Buenos Aires), dejando en claro que el embarazo de una mujer soltera era una situación deshonrosa, la reducción de la escala penal para la mujer que siendo de buena fama, abortase para ocultar su fragilidad o la diferencia de pena prevista para la violación según si la víctima fuese "mujer honesta" o "mujer prostituta". Estos elementos valorativos estrechamente ligados a una concepción elitista, patriarcal y misógina del honor, revelan en qué medida el sentido de las voces del código debe ser reformulado, depurado y esclarecido.
No cabe argüir que se trata de concepciones vetustas y que el término honor ahora ha sido enriquecido con valores igualitarios propios de una sociedad democrática. La remisión valorativa existe y esto queda tan claro que aún en la labor doctrinaria se advierte cómo las ejemplificaciones sobre los supuestos de lesión al honor en varones y mujeres tienden a tener una vocación sorprendentemente sexista. Esta aptitud del bien jurídico honor para receptar las peores [des]calificaciones debe ser plenamente dimensionada en su tratamiento teórico y político, situación que el poder legislativo no puede dejar de lado.
Además, la exclusión de la protección penal del "honor" no implica indefensión, no sólo por que creemos necesario preservar mecanismos de reparación civil, sino por que la materia que se intenta proteger también puede ser defendida por medio de la protección de la privacidad. Así, los daños en la imagen o autoestima de una persona, producidos por la imputación de ciertos hábitos como pueden ser determinadas preferencias sexuales, costumbres heterodoxas o hábitos incomprendidos, pueden ser reparados teniendo como fundamento jurídico la prohibición de las invasiones a la privacidad. De este modo, se consigue evitar la asignación de carga axiológica a conductas que para la moral pública deben ser neutras y prescindir de remisiones al valor de veritativo de las afirmaciones/ imputaciones en cuestión. Tratada de este modo, la aseveración de que una persona ejerce la prostitución en su tiempo libre, exige reparación por tratarse de un asunto privado, siendo innecesario que el estado califique valorativamente al ejercicio de la prostitución e irrelevante que la acusación se funde -o no- en la realidad.
Aún dejando de lado los serios problemas constitucionales que el bien jurídico honor y su supuesta protección penal generan, es imprescindible relevar en la función legislativa de elaboración de un programa criminal, el hecho palmario de que las denuncias por calumnias e injurias son pocas y que las condenas son casi inexistentes, lo que implica que, o bien el mecanismo protectivo es tan eficaz que las personas no se insultan ni difaman ni se imputan falsamente la comisión de delitos, o bien estos sucesos no tienen, en la generalidad de los casos, la entidad suficiente para promover procesos penales, lo que consideramos una interpretación más acertada del fenómeno. Sobre esto, además, los pocos procesos penales iniciados, rara vez terminan en condenas, lo que hace pensar que desde "el derecho vivo", la construcción de los tipos penales del Titulo II del Código Penal vigente, no resulta demasiado precisa ni eficaz. Paradójicamente, quienes más acuden a estas figuras son quienes desarrollan funciones públicas, es decir, aquellas personas que deberían tolerar un escrutinio público mayor de sus acciones. Y por otro lado, quienes mayormente son imputados, son quienes ejercen el periodismo, es decir, que entra en juego la libertad de expresión a que nos refiriéramos anteriormente, como pilar de la democracia deliberativa.
Es una exigencia de la racionalidad republicana y del derecho penal liberal que la imposición de penas sea una ultima ratio del sistema, dado que se exige cierta proporcionalidad entre los daños producidos y las penas aplicadas, y, en la medida en que la privación de la libertad -aunque sea por poco tiempo- es una severísima afectación a los derechos de las personas, el daño debe ser de entidad suficiente como para justificar tamaña reacción estatal.
Pero, además, corresponde prescindir de la sanción penal -no sólo práctica sino también programáticamente- cuando es groseramente inidónea para el fin perseguido. Esta falta de idoneidad no es un hecho de los últimos decenios; en los primeros años de vigencia del código penal, hay registro de la celebración de cientos de duelos de honor, que pese a estar prohibidos eran considerados medios bastante más eficaces para la protección y reparación de los daños a la reputación. A tal punto sucedía esto que en los debates legislativos en ocasión de la sanción del Código de 1887, la discusión acerca de la despenalización de los duelos de honor, ocupó un espacio importante y aunque finalmente no hubo despenalización, la práctica del duelo como mecanismo alternativo de resolución de conflictos, se prolongó en el tiempo. Lo que hizo que la práctica del duelo cayera en pleno desuso no fue la protección penal del honor sino la revalorización de los bienes jurídicos vida e integridad física, por sobre el difuso bien honor. (42)
En cierta medida todas estas cuestiones han sido relevadas por la Corte Interamericana, cuando entiende que "en la elaboración de los tipos penales es preciso utilizar términos estrictos y unívocos, que acoten claramente las conductas punibles, punibles dando pleno sentido al principio de legalidad penal. [...] La ambigüedad en la formulación de los tipos penales genera dudas y abre campo al arbitrio de la autoridad, particularmente indeseable cuando se trata de establecer la responsabilidad penal de los individuos y sancionarla con penas que afectan severamente bienes fundamentales [...] Normas como las aplicadas en el caso que nos ocupa, que no delimitan estrictamente las conductas delictuosas, son violatorias del principio de legalidad establecido en el artículo 9 de la Convención Americana" (43) . Repudiando, así, de modo manifiesto la vaguedad y las remisiones valorativas en la constricción legislativa de los tipos penales.
Asimismo, se desprende del párrafo citado, el lugar de la cláusula de última ratio, reafirmada en el caso Kimel cuando la Corte Interamericana indicó que "el Derecho Penal es el medio más restrictivo y severo para establecer responsabilidades respecto de una conducta ilícita. La tipificación amplia de delitos de calumnia e injurias puede resultar contraria al principio de intervención mínima y de última ratio del derecho penal. En una sociedad democrática el poder punitivo sólo se ejerce en la medida estrictamente necesaria para proteger los bienes jurídicos fundamentales de los ataques más graves que los dañen o pongan en peligro. Lo contrario conduciría al ejercicio abusivo del poder punitivo del Estado" (44)
Aunque, en principio, las objeciones que se han formulado hasta aquí tienen plena vigencia para el tipo contenido en el actual artículo 110 del Código Penal, puede no parecer lo mismo para el del artículo 109 (calumnias). El tipo de calumnias, es cierto, describe con precisión la conducta prohibida delimitando acertadamente el espacio abarcado por la norma. Sin embargo, en la medida de que su pretensión tutelar descansa en el bien jurídico honor, corresponde al trabajo legislativo cundir la alarma en lugar de deducir de la redacción del tipo, otro bien jurídico (esta vez más claro y tolerable) que en el Código no aparece. Sobre los legisladores no pesa, a diferencia de los jueces, el deber de salvar la constitucionalidad de las normas incluso haciendo retorcidas interpretaciones. Los legisladores debemos intervenir allí donde detectan una norma inconstitucional, injusta, o simplemente inconveniente. El tipo de calumnias es intolerable por su remisión al honor, pero también lo es por la falta de proporción que supone la reacción penal, por su fracaso político-criminal y por que, aunque la descripción sea clara, la ausencia de conexión seria entre la conducta y una lesión grave a un bien jurídico (suficientemente serio) amerita una señal de alerta.
También, podrá decirse que el concepto honor está enunciado por la propia Convención Americana en su artículo 11, pero entendemos que se trata de un concepto que denota una universalidad constituida por todos los derechos fundamentales, es decir, honra como dignidad humana. Una acepción de honor como bien jurídico que se ve lesionado con la lesión a cualquiera de los otros derechos fundamentales. Por lo que la derogación del Titulo II del Código Penal no supondría contradicción alguna con el texto de la Convención, máxime habida cuenta de las llamadas de atención de la Corte Interamericana sobre la aptitud de las sanciones penales para proteger los derechos inculcados.
Por las razones expresadas, se solicita la aprobación del presente proyecto de ley.
(1) Corte IDH; 02/05/2008; "Kimel vs. Argentina", punto resolutivo Nº 11.
(2) Libro Segundo. De los Delitos.
(3) Código Penal. Ley 11179. Honorable Congreso de la Nación Argentina
30-sep-1921. Publicada en el Boletín Oficial del 03-nov-1921. Número: 8300.
(4) Código Civil. Ley 340 - Honorable Congreso de la Nación Argentina.
25-sep-1869.Observaciones: publicado en R.N. 1863/69, pag. 513.
(5) Artículo incorporado por art. 1° de la Ley N° 21.173 B.O. 22/10/1975.
(6) Teoría y crítica constitucional Tomo II, Roberto Gargarella, comp. Buenos Aires, 2008.
(7) Las restricciones en el derecho a voto así como los requisitos para ser legislador o presidente son pruebas concluyentes de esto, pero también este espíritu aristocrático aparece en el propio Alberdi y se ve de forma radical en el pensamiento de James Madison.
(8) Esta postura es sostenida por A. Meiklejohn en The First Amendement Is an Absolute, publicado en The Supreme Court Review, 1961.
(9) Corte Interamericana de Derechos Humanos, Opinión Consultiva nº 5.
(10) Ver Caso "Rimel", párr. 88.
(11) Fiss, O.; "La ironía de la libertad de expresión"; Gedisa, Barcelona, 1996, p. 71.
(12) Santiago Felgueras, "El derecho a la libertad de expresión y las convenciones internacionales sobre derechos humanos: algunas asignaturas pendientes", en AAVV "La aplicación de los tratados sobre derechos humanos en el ámbito local. La experiencia de una década", CELS-Editores del Puerto, Buenos Aires, 2007, Págs. 929-964.
(13) Santiago Felgueras, "El derecho a la libertad de expresión y las convenciones internacionales sobre derechos humanos: algunas asignaturas pendientes", en AAVV "La aplicación de los tratados sobre derechos humanos en el ámbito local. La experiencia de una década", CELS-Editores del Puerto, Buenos Aires, 2007, Págs. 929-964.
(14) Caso "La Colegiación Obligatoria de Periodistas", resuelta el 13.11.1985, OC 5/85, par. 71; ver, en el mismo sentido del mismo Tribunal, el caso "Ivcher Bronstein"; sentencia del 6.2.2001, párr. 148.
(15) Cfr. La Colegiación Obligatoria de Periodistas, supra nota 85, párr. 70.
(16) Cfr. Caso Ivcher Bronstein, supra nota 85, párr. 152; Caso "La Última Tentación de Cristo" (Olmedo Bustos y otros), supra nota 85, párr. 69; Eur. Court H.R., Case of Scharsach and News Verlagsgesellschaft v. Austria, Judgement of 13 February, 2004, para. 29; Eur. Court H.R., Case of Perna v. Italy, Judgment of 6 May, 2003, párr. 39; Eur. Court H.R., Case of Dichand and others v. Austria, Judgment of 26 February, 2002, párr. 37; Eur. Court. H.R., Case of Lehideux and Isorni v. France, Judgment of 23 September, 1998, párr. 55; Eur. Court H.R., Case of Otto- Preminger-Institut v. Austria, Judgment of 20 September, 1994, Series A no. 295-A, párr. 49; Eur. Court H.R. Case of Castells v Spain, Judgment of 23 April, 1992, Serie A. No. 236, párr. 42; Eur. Court H.R. Case of Oberschlick v. Austria, Judgment of 25 April, 1991, párr. 57; Eur. Court H.R., Case of Müller and Others v. Switzerland, Judgment of 24 May, 1988, Series A no. 133, párr. 33; Eur. Court H.R., Case of Lingens v. Austria, Judgment of 8 July, 1986, Series A no. 103, párr. 41; Eur. Court H.R., Case of Barthold v. Germany, Judgment of 25 March, 1985, Series A no. 90, párr. 58; Eur. Court H.R., Case of The Sunday Times v. United Kingdom, Judgment of 29 March, 1979, Series A no. 30, párr. 65; y Eur. Court H.R., Case of Handyside v. United Kingdom, Judgment of 7 December, 1976, Series A No. 24, párr. 49.
Cfr. African Commission on Human and Peoples' Rights, Media Rigths Agenda and Constitucional Rights Project v. Nigeria, Communication Nos 105/93, 128/94, 130/94 and 152/96, Decision of 31 October, 1998, párr. 54.
(17) Cfr. La colegiación obligatoria de periodistas, supra nota 85, párr. 46; ver también Eur. Court H. R., Case of The Sunday Times v. United Kingdom, supra nota 91, párr. 59; y Eur. Court H. R., Case of Barthold v. Germany, supra nota 91, párr. 59.
(18) Ver Caso Rimel citado.
(19) Conf, entre otros, casos "Abal c. La Prensa"; "Sánchez Abelenda v. Ediciones de La Urraca"; "Menem v. Editorial Perfil" y "Baquero Lazcano"; cit.
(20) 376 US 255 de 1964.
(21) Teoría y crítica constitucional tomo II, Roberto Gargarella, comp. Buenos Aires, 2008-
(22) Ver Fallos CS, 319:2741 (La Ley, 1996-E, 328), entre otros en idéntico sentido..
(23) Badeni, G.; "Las doctrinas "Campillay" y de la " real malicia" en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia"; La Ley, 2000-C, 1244.
(24) Op. Cit.
(25) Op. Cit.
(26) Cfr. Eur. Court H.R., Case of Dichand and others v. Austria, supra nota 91, párr. 39; Eur. Court H.R, Case of Lingens vs. Austria, supra nota 91, párr. 42.
(27) Ver en el mismo sentido del mismo Tribunal, Caso "Canese v. Paraguay", sentencia del 31.8.2004, párr.102; Caso "Palamara Iribarne", sentencia del 22.11.2005.
(28) Corte IDH; 02/05/2008; "Kimel vs. Argentina".
(29) Punto 11 del resolutorio.
(30) Esta noción de orden público en realidad es más moderna y probablemente por eso es que no fuera siquiera mentada en la declaración de derechos y deberes del hombre y del ciudadano. De hecho, en nuestra Constitución fue incorporada a petición del convencional Pedro Ferré y tampoco reconocía antecedentes en el derecho local.
(31) Schaffenstein, Des Verbrechen als Plfichtverletzung, Berlín, 1935.
(32) Heiko Lesch, Intervención delictiva e imputación objetiva, en Anuario de Derecho penal y Ciencias penales, 1995.
(33) Jakobs, La imputación objetiva, en Anuario de Derecho penal y Ciencias penales, 1994.
(34) Lesch, op. cit.
(35) Günther Jakobs no recurre jamás a la fórmula de bien jurídico tutelado, pero nos parece que es la que mejor denota la idea de que la pena protege, asegura o garantiza "algo". Aunque ese "algo" sea la vigencia de la propia norma.
(36) Zaffaroni, Tratado de derecho Penal, parte general, Ediar 2003, pág 128.
(37) En rigor de verdad la expresión "bien jurídico" pertenece Birnbaum, pero los elementos que dan contenido al concepto ya se encontraban en el pensamiento liberal de Feurebach.
(38) Así, Sina y Zaffaroni.
(39) Edumnd Mezger, Derecho Penal, Buenos Aires 1958, pág. 143.
(40) Günther Jakobs, La misión de la protección jurídico-penal del honor, en Estudios de Derecho Penal, 1997.
(41) El autor español expuso su concepto mixto en Revisión del bien jurídico honor, Anuario de derecho Penal y Ciencias Sociales.
(42) Sobre este punto ver, Sandra Gayol, Honor y suelo en la Argentina moderna, Buenos Aires, 2008.
(43) Caso Castillo Petruzzi y otros citado por la Corte Interamericana en el precedente "Kimel" párr. 63.
(44) Corte Interamericana, Caso Kimel, párr. 76.
Proyecto
Firmantes
Firmante Distrito Bloque
RODRIGUEZ, MARCELA VIRGINIA BUENOS AIRES COALICION CIVICA
Giro a comisiones en Diputados
Comisión
LEGISLACION PENAL (Primera Competencia)